LAS NOVELAS “HOMOSEXUALES”
DE ÓSCAR HERMES VILLORDO1
Jorge
Luis Peralta
Universidad Nacional de La Plata-CONICET
A pesar de ser reconocido como pionero en el tratamiento de la temática homosexual en la literatura argentina, Óscar Hermes Villordo (1928-1994) no ha merecido atención por parte de la crítica LGTB,2 más interesada, hasta la fecha, por otros creadores cuya obra resulta inmediatamente asequible desde una perspectiva queer (Manuel Puig, Sylvia Molloy, Osvaldo Lamborghini) y que, es importante notarlo, han tenido una proyección internacional de la que carecen Villordo y otros escritores minoritarios. La obra del autor ofrece, no obstante, posibilidades múltiples para una lectura ‘torcida’, que exceden la mera tematización y visibilización de la ‘homosexualidad’ en la narrativa argentina posterior a la última dictadura (1976- 1983). Un rasgo notable del ciclo formado por las novelas La brasa en la mano (1983), La otra mejilla (1986), El Ahijado (1990) y Ser gay no es pecado (1993) consiste en la incorporación de personajes y situaciones homoeróticas en estructuras narrativas tradicionales, pues Villordo, a diferencia de Puig o Lamborghini, no se interesó por innovaciones o experimentaciones estéticas.
1 El presente artículo se inscribe en el marco del proyecto de investigación FEM2015- 69863-P MINECO-FEDER.
Universidad Nacional de La Plata-CONICET
A pesar de ser reconocido como pionero en el tratamiento de la temática homosexual en la literatura argentina, Óscar Hermes Villordo (1928-1994) no ha merecido atención por parte de la crítica LGTB,2 más interesada, hasta la fecha, por otros creadores cuya obra resulta inmediatamente asequible desde una perspectiva queer (Manuel Puig, Sylvia Molloy, Osvaldo Lamborghini) y que, es importante notarlo, han tenido una proyección internacional de la que carecen Villordo y otros escritores minoritarios. La obra del autor ofrece, no obstante, posibilidades múltiples para una lectura ‘torcida’, que exceden la mera tematización y visibilización de la ‘homosexualidad’ en la narrativa argentina posterior a la última dictadura (1976- 1983). Un rasgo notable del ciclo formado por las novelas La brasa en la mano (1983), La otra mejilla (1986), El Ahijado (1990) y Ser gay no es pecado (1993) consiste en la incorporación de personajes y situaciones homoeróticas en estructuras narrativas tradicionales, pues Villordo, a diferencia de Puig o Lamborghini, no se interesó por innovaciones o experimentaciones estéticas.
1 El presente artículo se inscribe en el marco del proyecto de investigación FEM2015- 69863-P MINECO-FEDER.
Un análisis más detenido permitiría demostrar, sin embargo, que el carácter transgresivo de estas novelas no se reduce al aspecto temático. Ciertos procedimientos formales que sostienen las representaciones de la “homosexualidad”, y el hecho mismo de que estas representaciones disten mucho de ser unívocas, evidencian subversiones ideológicas y políticas que convierten este ciclo novelístico en una pieza indispensable para la reconstrucción de una genealogía gay/queer en la literatura argentina e hispanoamericana.
A partir de 1983, con la entrada de la democracia, un nuevo panorama político, social y editorial favoreció la publicación de narrativa de temática explícitamente homosexual. En esta nueva corriente se insertó el ciclo iniciado por Villordo con La brasa en la mano. Según Claudio Zeiger (“Villordo”, 124), a partir de esta novela, el autor
se fue convirtiendo en un personaje público. Salía asiduamente por televisión y daba entrevistas en las que hablaba abiertamente sobre su homosexualidad. El libro llegó a sobrepasar los sesenta mil ejemplares en los días de la incipiente democracia. Como parte del destape en ciernes, era bastante elocuente. Vendrán luego La otra mejilla y El Ahijado, donde se reiteran las peripecias homosexuales por suburbios, obras en construcción, cárceles, circos y otros enclaves de un circuito plebeyo, cada vez más alejado del círculo estetizante de la experiencia de sus maestros o colegas mayores.
Villordo no solo habló de su homosexualidad, sino que fue también una de las primeras figuras públicas que declaró haber contraído el virus de VIH: lo hizo en una nota publicada en el diario La Nación pocos meses antes de su muerte, ocurrida en enero de 1994.3 Aunque no se involucró en la militancia gay,4 sus novelas contribuyeron de forma relevante a la co munidad LGTB, al presentar un testimonio de la vida de los “maricones” en dos periodos históricos precisamente delimitados: los años cincuenta (La brasa en la mano, El Ahijado) y la última dictadura militar (La otra mejilla).
3 De acuerdo con Zeiger (“La otra mejilla”, s. p.), “lo que en esos últimos tiempos había sido un secreto a voces en el mundo literario con la revelación pública llevó a Villordo a una militancia resignada pero activa. Dio entrevistas, reconoció sin vueltas a través de un video que había llevado una vida sexual promiscua, instó a hacerse el análisis y a no discriminar a los enfermos”.
Ser gay no es pecado mostró, por su parte, en clave semiautobiográfica, la iniciación (homo)sexual de un niño en un pueblo de provincias.5 Publicadas en los años ochenta, estas obras retrotraían a otras épocas y se desentendían, así, del presente moderadamente auspicioso en el que la “homosexualidad” empezaba a ganar cada vez más espacio en la esfera pública. Esta forma de distanciamiento era muy diferente de la que solía emplear un autor como Manuel Mujica Láinez, quien ubicaba situaciones y personajes homoeróticos en espacios y épocas alejadas del presente y disminuía, de esa forma, su posible conexión con la actualidad (Peralta).
El emplazamiento de Villordo en otras épocas no obedece, a mi juicio, a una actitud de autocensura, sino a la voluntad de dar cuenta de la paradójica realidad que enfrentaron los “homosexuales” de antaño: la persecución y el sufrimiento, desde luego, pero también, el goce y el vértigo de la ‘aventura’. Al narrar el pasado ‘marica’, Villordo recuperó un universo prácticamente desconocido, que en su momento fue irrepresentable: los escasos intentos por desafiar la obligatoria invisibilidad de la disidencia sexual habían acabado en la justicia.6 La brasa en la mano y El Ahijado desvelan, entonces, el mapa del homoerotismo porteño que la narrativa publicada abordó solo tangencialmente, a veces en títulos emblemáticos como Dar la cara (1960) de David Viñas.
No obstante, el interés de estas novelas no se limita a que constituyan un “fresco de época”, como afirma Osvaldo Bazán (233). Incluso cuando el elemento documental o testimonial resulte de indudable valor, estos textos hoy olvidados son más que un mero ejercicio de memoria queer: las historias que narran —y el modo en que lo hacen— los ubican en la compleja encrucijada de la representación “homosexual”, con sus tramas y personajes ejemplares, tópicos recurrentes, estéticas divergentes e ideologías y políticas en conflicto.
5 Aunque en la novela no se explicite la fecha, puede inferirse —por el sesgo semiautobiográfico— que la acción se desarrolla entre los años treinta y cuarenta.
Según Zeiger (“La otra mejilla”, s. p.), dos líneas o tendencias generales se disputaron la representación de lo homosexual en la literatura argentina entre los años cincuenta y noventa: una realista/testimonial y otra carnavalesca/barroca. Cabría preguntarse por qué motivo aquellos autores que, como Villordo y Correas, eligieron la primera de estas tendencias, no han merecido la misma suerte ni el reconocimiento que sí han recibido, en cambio, autores “barrocos” como Lamborghini y Perlongher. La identificación y el análisis de los aspectos más transgresivos de la narrativa de Villordo pueden constituir, a mi juicio, una vía adecuada para reconsiderar su producción.
Formalmente, las novelas de Villordo se inscriben en un registro realista más bien tradicional,7 ajeno a los intentos de renovación de las formas narrativas que se venían produciendo en la literatura argentina desde la década de los sesenta (Cella). En una entrevista, Villordo (en Russo, 4) mencionó, entre sus referentes literarios, a Oscar Wilde, André Gide, Jean Genet y Julien Green, autores frecuentemente citados como influencia en proyectos narrativos de temática homosexual. La actitud confesional de Gide, el lirismo “sucio” de Genet, la penetración psicológica de Green son, en efecto, elementos fácilmente identificables en las novelas de Villordo.
También la huella de Marcel Proust es evidente, tanto en el tratamiento de ciertos tópicos (el amor, los celos), como en los juegos temporales, vinculados al mecanismo de la “memoria involuntaria”.8 A la altura de los años ochenta, estas referencias se antojan un tanto anacrónicas: Gide había sido abundantemente traducido y leído en Argentina entre los años cuarenta y cincuenta, al igual que Green, mientras que Genet había causado un impacto profundo entre ciertos autores cercanos al existencialismo que leyeron sus obras en francés, como Carlos Correas (1931-2000) y Juan José Sebreli (1930-).
Con el paso del tiempo —y la transformación en los modos y modas literarias— estos escritores fueron quedando en el olvido. De hecho, las referencias más importantes de El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig, que inauguró, según varios críticos, una nueva manera de representar la homosexualidad en la literatura argentina, provienen del cine y otros productos de la cultura de masas. En definitiva, la obra de Villordo se emplaza, por sus filiaciones, en cierto clasicismo que podría explicar, tal vez, su marginación, frente a otras modalidades narrativas que apostaron por la experimentación y a la ruptura con las tradiciones precedentes.
7 Villordo sigue la tradición realista que, según Martínez Expósito (Los escribas, 39) “tiende a una equiparación lo más obvia posible entre personaje literario y persona o ser humano” y que “se ha esforzado siempre por presentar personajes reales, robados a la realidad, dotados de una vida y unas tensiones que desborden al propio relato en que aparecen”.
8 Craig, siguiendo a Gérard Genette, analiza el funcionamiento de este mecanismo en la narrativa de Mujica Lainez, análisis que podría hacerse extensivo a la obra de Villordo.
Convendría tener en cuenta, sin embargo, ciertas particularidades de la obra del autor que nos podrían sobre la pista de transgresiones narrativas y no solo temáticas. Zeiger (“Villordo”, 130) afirma que con la publicación de La brasa en la mano Villordo “pateó el tablero. En principio, rasgó el velo de su propia literatura, más elusiva y amable hasta entonces, y cruzó la línea del tratamiento sesgado y estetizante que se le había otorgado a la homosexualidad en los círculos de alta literatura de los que él mismo se alimentaba”.
Ciertamente, su tratamiento explícito de personajes y relaciones homosexuales contrasta con el ‘buen decir’ homófilo que había caracterizado las obras de Mujica Lainez o José Bianco, pero Villordo tampoco introdujo una forma completamente nueva: su literatura entronca con una serie de textos que Maristany (2010) denomina “ilegales”, entre los que se encuentran “La narración de la historia” de Correas, Asfalto de Pellegrini y La boca de la ballena de Lastra. Estas obras avanzaron en el desvelamiento de zonas sexuales consideradas tabúes, desplazaron al “homosexual” del campo de la patología y plantearon complejas intersecciones de clase, raza, género y sexualidad, todos estos aspectos que Villordo recuperó y potenció en su ciclo novelístico de los años ochenta y noventa, cuando ya no existían prohibiciones legales en torno a la puesta en discurso de la “homosexualidad”.
Desde el punto de vista narratológico, las novelas del autor comparten una serie de rasgos significativos. En primer lugar, todas presentan un narrador del cual ignoramos el nombre (La brasa en la mano, La otra mejilla, El Ahijado), o bien cuyo nombre se llega a saber, aunque el personaje preferiría lo contrario, como ocurre en Ser gay no es pecado: “‘¡Mariano!’ ‘No digas mi nombre!’” (Villordo, Ser gay, 23). Es precisamente hacia el final de esta novela cuando se aclara la razón de la negativa. Otro personaje, un leproso “homosexual”, se dirige al narrador en estos términos: “Haces bien en no querer que repitan tu nombre. Un hombre tiene todos los nombres.
Un hombre tiene la culpa y el perdón en sí. […] No hagas caso de quienes te acusan. Te llames como te llames no has cometido ningún pecado; si así hubiera sido, todos lo habrían cometido. Amar a los hombres no es ningún pecado” (126). Los narradores villordianos escamotean su nombre porque son confesamente “homosexuales” y dar el nombre equivaldría, quizás, a exponerse, a convertirse en blanco del insulto homofóbico o la estigmatización. Al mismo tiempo, se desdibujan en una especie de universalidad que los iguala a cualquier ser humano. No se trata, sin embargo, de borrar la diferencia, sino de reducir su significación, de negarse a ser categorizado o, teniendo en cuenta los efectos performativos del lenguaje, convertido en lo que las palabras prescriben.9
Hay que considerar también que los narradores de Villordo no hablan aún el lenguaje del orgullo: así se explica que en una novela publicada en 1993 la homosexualidad sea referida como un “pecado”. Las experiencias del armario, el sufrimiento, la vergüenza y la abyección resultan consustanciales a este universo. Al anonimato de la voz narradora debe añadirse otro rasgo fundamental de estas novelas: la compleja arquitectura narrativa y las múltiples voces que intervienen en su construcción. Se reconoce, en todos los casos, un narrador homodiegético10 y autodiegético/testimonial, que oscila entre la narración de su propia historia y la de otros personajes, a quienes en ocasiones les cede el control para que ellos mismos narren algún episodio.
En las cuatro novelas, además, se repite la misma estructura: la historia principal se desarrolla dentro de una unidad temporal y espacial acotada, en cuya diégesis se insertan muchos otros episodios, con coordenadas espaciales y temporales divergentes. Zeiger (“Villoro”, 128) describe La brasa en la mano como un “ejercicio de narración arborescente”, descripción que se ajusta igualmente a La otra mejilla, El Ahijado y Ser gay no es pecado. En La brasa en la mano, por ejemplo, la acción se despliega en el curso de dos días, desde el momento en que Miguel, amante del narrador, le confiesa que “lo quiere”, hasta el día siguiente, cuando le comunica que se irá de viaje, circunstancia que pone punto final al romance. El hilo conductor de la narración lo constituyen las diversas andanzas, durante esos días, del narrador en compañía de sus amigos —Beto, Myriam, Adolfo, Babá— aunque la narración se extienda a las diferentes historias que estos personajes han protagonizado en el pasado.
9 De acuerdo con Didier Eribon (30-31), la injuria proferida contra un sujeto homosexual constituye un enunciado performativo: “la injuria no es solamente una palabra que describe. No se conforma con anunciarme lo que soy. Si alguien me tacha de ‘sucio marica’ (o ‘sucio negro’ o ‘sucio judío’) o, incluso, lisa y llanamente de ‘marica’ (‘negro’ o ‘judío’), no trata de comunicarme una información sobre mí mismo. [...] La injuria me dice lo que soy en la misma medida en que me hace ser lo que soy”. El narrador de Ser gay no es pecado advierte, en este sentido, que “entonces no se decía gay, ni siquiera homosexual, sino puto” (14).
10 Luz Aurora Pimentel (137) explica que la participación diegética permite distinguir las dos categorías básicas en el modelo propuesto por Gérard Genette —narrador homodiegético/narrador heterodiegético—: “si el narrador está involucrado en el mundo que narra es un narrador homodiegético (o en primera persona); si no lo está es heterodiegético (o en tercera persona). Ahora bien, es necesario insistir en que el involucramiento de un narrador homodiegético en el mundo que narra no es en tanto que narrador sino en tanto que personaje”.
En La otra mejilla, por su parte, la acción principal tiene lugar en el curso de tres días, desde que el narrador visita en su casa a su amigo Víctor hasta el funeral de este mismo personaje; una vez más, la narración se demora por la inserción de múltiples relatos intercalados en los que intervienen tanto el narrador como sus amigos. Se trata de una estrategia deliberada, como el narrador explicita: “para entretener la espera (la espera de lo que inevitablemente deberé contar y que me duele tanto) intentaré recordar esas andanzas que, sin embargo, son sólo el prólogo de lo que va a pasar” (Villordo, La otra mejilla, 50).
Alude, concretamente, a la narración de dos estadías de su amigo Víctor en la cárcel, que prefiguran el trágico final del personaje: será asesinado, según se sugiere, por las fuerzas policiales, en el marco de la última dictadura militar. La narración de otras historias demora, entonces, la de la historia principal: a la manera de Scheherazade, el narrador “gana tiempo” y posterga el desenlace, al tiempo que ilumina, desde perspectivas dispares, la situación de Víctor y de otros personajes sometidos, como él, a la violencia del Estado. Estos patrones narrativos destacan, como he señalado, por las numerosas voces que, con o sin la mediación del narrador principal, asumen la tarea de contar.
Las novelas de Villordo ponen en primer plano una auténtica comunidad narrativa, en la que si bien existe una voz con mayor grado de responsabilidad, constantemente cede el lugar a otras, o varía la focalización, de modo que todas las historias —y no solo la suya— adquieran, a su turno, centralidad, aunque se mantenga un eje conductor y aglutinante.11
11 Por este motivo la novela configura lo que Martínez Expósito (47) denomina “colectivo de homosexuales”: “una galería integrada y organizada alrededor de un personaje aglutinador, generalmente el protagonista. Las historias parciales de cada homosexual pierden importancia en beneficio de una acción central, sólidamente apuntalada por una pluralidad de historias adyacentes. [...] La aparición de una pluralidad de homosexuales alrededor de un protagonista homosexual permite ofrecer versiones diferentes de la homosexualidad, pero a diferencia de la galería proporciona una ordenación jerárquica, una comparación. Naturalmente, cuantos más y más personajes aparezcan en una historia, más rico y complejo será su contenido”. Habría que introducir, en el caso de Villordo, un matiz: las historias adyacentes son tan importantes como la principal. En La brasa en la mano, por ejemplo, la historia de amor entre el narrador y Miguel ocupa un espacio destacado, pero otras historias que se van contando, como las de Myriam (152-170) revisten, en su momento, igual importancia.
Se aprecia, en definitiva, la ausencia de un narrador hegemónico y, en su lugar, una red de narradores que construyen la(s) historia(s) horizontalmente.
A mi modo de ver, el elemento transgresivo consiste, en primer lugar, en el acto de dar voz a unos sujetos que, en los momentos históricos y socio-culturales en los cuales se ubica la acción, no habían podido hablar en primera persona. En La brasa en la mano, La otra mejilla, Ser gay no es pecado, los “homosexuales” cuentan, hacen circular historias, construyen una compleja red discursiva alrededor de sus cuerpos, deseos y experiencias. Si históricamente la “homosexualidad” estuvo condenada al silencio —era, en efecto, el pecado ‘nefando’— este ciclo novelístico constituye su puesta en discurso plural: una constelación de historias que muestra cómo los hombres que se relacionaban con otros hombres gestionaron sus vidas bajo regímenes autoritarios, sufriendo pero también resistiendo los mecanismos represivos.
La posibilidad de hablar, de tener un espacio legítimo en el discurso, fue aprovechada por Villordo para dar a conocer, durante los años de la democracia, a aquellos sujetos que habían permanecido invisibles, o más exactamente, invisibilizados. Como él mismo declara en una entrevista, “cuando yo comencé a ocuparme del tema, no había una literatura desarrollada sobre la homosexualidad en la Argentina. Se me ocurrió entonces que por experiencia propia o compartida, por los relatos de homosexuales amigos o por la vida que yo vivía, podía conocer ese mundo. [...] tenía ganas de contar” (Villordo en Russo, 4).
Ese deseo de contar del autor se traslada a sus personajes en las diferentes novelas,12 hasta el punto de que muchos de ellos sean reconocidos por su pericia narrativa, como el hombre de la casilla en El Ahijado: “era un buen contador de cuentos” (29). En esta novela, además, el acto de narrar se liga explícitamente con el acto sexual. Las historias de dudosa veracidad que circulan en torno del personaje del título crean redes eróticas entre quienes las producen y escuchan: el muchacho ausente activa fantasías y placeres, pero solo puede ser poseído suplementariamente, a través de los relatos e intercambios sexuales que lo invocan.13
12 En Ser gay no es pecado se sugiere que el narrador aprendió el arte de narrar de las mujeres de su pueblo, especialmente de una de ellas, Rosa: “contar... esto que parece excepcional, no lo es para las mujeres viejas que viven junto al río. Otras mujeres les han transmitido la antigua sabiduría, que ellas a su vez recibieron de otras, y éstas de otras” (31).
13 Valga como ejemplo un fragmento del episodio en que el narrador mantiene un encuentro sexual con el hombre de la casilla mientras este le cuenta, a su vez, un encuentro sexual con El Ahijado en la cárcel: “Mientras me contaba la historia, se acariciaba entre las piernas, adelante y hacia abajo, para lograr la erección. La historia me interesaba poco de modo que me acerqué para tocarlo, atraído por los testículos hinchados y la verga descomunal” (12).
La multiplicidad de voces y su entrecruzamiento en una estructura narrativa compleja resulta transgresiva, en segundo lugar, porque de acuerdo con Robert K. Martin (295), un rasgo distintivo de la “escritura gay” consistiría en el rechazo de las formas narrativas tradicionales y en la asunción de la discontinuidad como principio creativo. Opuesta, entonces, a la economía narrativa patriarcal, la “escritura gay” apelaría a la digresión, extensión o prolongación: “if meaning, or knowledge, is the goal of language, then digression seems an obstacle, a way of delaying Access to truth, or the achievement of climax” (286). Se frustra, en suma, el progreso narrativo hacia una conclusión (que Martin equipara al fracaso del capital y del trabajo invertidos para lograr productividad).
En efecto, las novelas de Villordo demoran la resolución y, cuando esta llega, no resulta definitiva: no llega a saberse, por ejemplo, quién asesinó a Víctor en La otra mejilla —y queda abierta la posibilidad de que el resto de los personajes sufra un destino similar— mientras que el desengaño amoroso del narrador con Miguel en La brasa en la mano no constituye un final en sentido estricto: remite a una relación pasada (con Esteban) y prefigura otras futuras: el happy end no parece concebible —pero tampoco necesariamente deseable—14 en el universo de relaciones intermasculinas planteado en la novela.15
La transgresión también se manifiesta, en la narrativa de Villordo, mediante la incorporación de dos discursos antagónicos —el “amoroso” y el “pornográfico”— que se van alternando en las distintas novelas y llegan a establecer una suerte de complementariedad. Con “discurso amoroso” remito, obviamente, al trabajo de Roland Barthes, pues muchas de las fi guras analizadas por él aparecen representadas en las novelas de Villordo.16
14 Si bien los narradores de La brasa en la mano y La otra mejilla aspiran a mantener relaciones estables (sin desmedro de otras ocasionales), personajes como Beto (La brasa...) o el narrador de El Ahijado prefieren los encuentros casuales. Hay que destacar, además, el hecho de que estas novelas no impongan una mirada condenatoria sobre la promiscuidad sexual, antes bien, El Ahijado constituye una auténtica celebración del sexo ocasional, como ha señalado Melo (321).
15 En El Ahijado y Ser gay no es pecado también hay un desarrollo narrativo disperso y un final no conclusivo: en la primera, el muchacho que visualiza el narrador en el final puede o no ser el Ahijado (la búsqueda del objeto de deseo queda así en suspenso); en la segunda, la última escena muestra al narrador y a su amigo Alegre en el tren que los llevará desde el pueblo a Buenos Aires: no se cierra, por lo tanto, la novela de iniciación (homo)sexual, sino que se interrumpe en un estadio clave de su desarrollo.
Especialmente en La brasa en la mano y en La otra mejilla, y sobre todo en la voz de los narradores protagonistas, se configura un discurso en torno al amor entre varones que constituye una infracción, en la medida en que a este amor le ha sido negado la posibilidad de expresarse y aún de existir. Como advierte Alfredo Martínez Expósito,
la expresión amor homosexual, que quizá encierra una metáfora parecida a hacer el amor, lejos de estar fosilizada, suena aún a muchos oídos como un oxímoron porque en la homosexualidad se percibe aún un algo de excesivamente zoológico (o acaso demasiado depravado) que no concuerda con la elevación espiritual inherente a la idea de amor. De hecho, mientras que el amor es uno de los grandes temas de nuestra literatura, ese amor homosexual es uno de sus grandes tabúes (Escrituras, 58).
Contradiciendo, entonces, la tradición discursiva (heterosexista) que no considera legítimo el amor entre hombres, Villordo modula un “discurso amoroso homosexual” que simultáneamente replica y subvierte los tópicos del discurso amoroso a secas, heterosexual por defecto. El narrador de La brasa en la mano afirma, en este sentido, que sus relaciones con Miguel “tenían no sé qué de parecido con las del hombre y la mujer” (24), pero lo cierto es que la lógica de su vínculo, más allá de ciertas zonas comunes, posee una especificidad homoerótica: se trata de relaciones que hay que mantener ocultas, que implican (casi siempre) un intercambio monetario y en las que el papel activo durante la instancia de la seducción muchas veces corresponde al “homosexual”, de manera que el “chongo”, a pesar de su férrea masculinidad, asume la posición de ‘pasividad’ convencionalmente atribuida a la mujer.
Así, la reproducción de algunos motivos recurrentes del discurso amoroso hetero asume, en la voz de los narradores de Villordo, un carácter anómalo, pues involucra cierto asimilacionismo, pero también una clara subversión, como puede apreciarse en el siguiente fragmento de La otra mejilla:
Él tomó mi mano y, abriéndola, la llevó hasta sus labios. Luego en el hueco dijo: “No me dejes”. Fue un susurro tan bello que me quedé mirando el cielo sin contestarle. Él me amaba, me necesitaba, no importaba el salto que había
16 Entre los muchos ejemplos posibles, cabe citar la figura que Barthes (42-43) denomina “celos”, articulada en La brasa en la mano respecto de la relación entre el narrador y Miguel (88-89).
La escena, de un romanticismo estereotipado, lindante con la cursilería, adquiere otra dimensión si se tiene en cuenta el marco en el que se desarrolla: después de una reunión con amigos en un billar, el narrador y Lucio, muchacho al que ha conocido el día anterior, dan un paseo en mateo por los bosques de Palermo. El cochero está al tanto de las actividades homoeróticas del narrador y los conduce hacia un lugar oscuro: “sólo la complicidad con algunos cocheros, como Sandoval, hacía posible la excentricidad. Él y su caballo sabían los caminos del bosque donde la policía difícilmente aparecería” (149).
Ese “lugar oscuro” constituye un espacio heterotópico donde la práctica homosexual queda a salvo de la vigilancia: cabe recordar que la novela transcurre durante la década de 1950, época en la se inició la persecución sistemática de los llamados “amorales” a través de razzias y otros operativos ejecutados por las fuerzas policiales (Ben/Acha). La escena “romántica” entre el narrador y Lucio evoca entonces los términos de una escena heterosexual, pero al producirse en otro contexto, perturba su significado original. A la diferencia contextual debe añadirse la peculiar forma de relación que, precisamente en esa escena, comienza a gestarse: el narrador es un “homosexual” de mediana edad y empleado de oficina; Lucio, un joven “heterosexual”, con novia y sin trabajo, que espera obtener un beneficio económico de su vinculación con el narrador, aunque también disfrutará del contacto sexual, como resulta evidente más adelante.
Una relación, en definitiva, ‘parecida’ a la que establecen hombres y mujeres, que imita alguna de sus convenciones y se nutre de su lenguaje, pero que se desarrolla de acuerdo con otros parámetros. El discurso amoroso que atraviesa la narrativa de Villordo desafía, así, la lógica heterosexista que considera que el “amor” es un sentimiento impropio de los homosexuales, a quienes margina a la esfera de la sexualidad, objeto asimismo de estigmatización por improductiva y perversa. El otro discurso articulado en las novelas del autor —el pornográfico— se ubica precisamente en esa esfera. No se trata ya del amor y sus formas, idealizadas/elevadas, sino del sexo, y en particular del sexo que Gayle Rubin denomina “malo”: “homosexual, promiscuo, no procreador, comercial”, que incluye “la masturbación, las orgías, el encuentro sexual esporádico, el cruce de fronteras generacionales y el realizado en ‘público’ o al menos en los arbustos o en los baños públicos” (131).
La trilogía compuesta por La brasa en la mano, La otra mejilla y El Ahijado abunda en descripciones explícitas de esta clase de estas prácticas, en lo que supone una auténtica subversión a la norma que durante décadas prohibió visibilizar la sexualidad ‘abyecta’ de los homosexuales.17 Debe tenerse en cuenta que tanto “La narración de la historia” de Correas como Asfalto de Pellegrini y La boca de la ballena de Lastra fueron procesadas por ‘obscenidad’ (esto es, por mostrar lo que debía permanecer ‘fuera de la escena’), a pesar de que su contenido pornográfico fuera mínimo.18 Villordo llevó al extremo el discurso tímidamente iniciado por sus predecesores; en este sentido debe considerárselo, además, un antecedente insoslayable de ciertas tendencias actuales, como la que desarrolla De Parado, primera editorial argentina de narrativa porno gay.19
La exposición pormenorizada de actos (homo)sexuales ocupa un espacio considerable en las novelas mencionadas. La brasa en la mano, aparecida pocos meses después del retorno democrático, parece aludir ya desde el título al carácter candente de su tema, creando ambigüedad en torno a qué pueda ser ‘lo que quema’: si el tema homosexual en general, o el deseo homoerótico en particular, ahora que puede ser mostrado tras un prolongado confinamiento al silencio. Villordo da cuenta de las múltiples fuentes y formas del placer homosexual, sin caer nunca en una visión moralista de los actos que describe. El ejemplo paradigmático lo constituye, a mi modo de ver, El Ahijado, novela que narra las andanzas sexuales del protagonista-narrador en el curso de dos días, principalmente en espacios públicos como baldíos y obras en construcción.
17 Cronológicamente, la primera censura de la representación del homoerotismo se produjo en 1914, cuando la obra teatral Los invertidos de José González Castillo debió bajar de escena a causa del escándalo provocado. Desde entonces, según argumenta Brizuela (17), “toda publicación de una obra con ‘tema homosexual’ fue un acto de política editorial muy combativo y muy riesgoso”.
18 Por pornográficas entendemos, siguiendo a Moulton (3), aquellas “cultural productions that depict human sexual activity in a relatively explicit manner, and that are seen by some observers as being offensive or morally reprehensible”.
19 En la página web, disponible en http://goo.gl/X5hsyw, se indica que “De Parado es una editorial de libros electrónicos dedicada a la publicación de narrativa porno gay”. Hasta la fecha han aparecido ocho títulos: El hombre de acero (2012) de Facundo Soto, Gustavito (2012) de Callero, La gira (2012) de Martín Villagarcía, Las lunas de Urania (2013) de Marcel Pla, Papus (2013) de Martín Zícari, Fronteira (2014) de Leandro Da Silva, Polvo de estrellas (2014) de Cecilia Palmeiro y Marianino y Gualicho (2016) de Gael Policano Rossi.
De los muchos ejemplos posibles de discurso pornográfico que aparecen en esta novela, citaré el siguiente, en el que el personaje describe una felación:
Era como succionar un taladro, un tirabuzón o un tornillo. Parecía hecha de segmentos consecutivos y mal soldados y provocaba en la boca la sensación de un todo de partes diferentes. La suavidad de la piel, que corría el peligro de rajarse por la tirantez, despertaba también el mismo desconcierto al tacto que, asombrada, la lengua transmitía junto con el deleite y el rechazo. Él empujaba suavemente, contemplando la operación; dejaba deslizar la verga hasta el fondo de mi garganta. Era resbalosa por lo lisa. Ni siquiera producía la arcada molesta, porque apenas rozaba la glotis, y si la rozaba, no se sentía (34-35).
Este discurso que, según algunas definiciones de la pornografía, sería “una forma de obscenidad”, alternativamente podría ser considerado un “material dirigido para producir o que tiene el efecto de producir excitación sexual” (Rea en Vélez, 3). La idea de que el relato pornográfico puede estimular eróticamente a los lectores u oyentes se manifiesta con nitidez en La otra mejilla, en la extensa secuencia desarrollada en el billar. Las historias de hazañas sexuales que cuenta Ernesto se solapan con acaloradas discusiones en torno de los tamaños, formas y colores de los miembros viriles. Resulta muy interesante la siguiente observación del narrador: “Cuando se hablaba del tema la alegría era general, un poco nerviosa al comienzo, como otra forma del pudor, ya que las alusiones se hacían a cada uno y las referencias alcanzaban al propio sexo, pero contagiosa y excitante siempre porque tocaba algo muy fácil de poner en movimiento, el erotismo de todos” (128).
La puesta en discurso del sexo funciona como disparador de emociones eróticas: hablar de sexo es tan excitante como practicarlo, e incluso, como en El Ahijado, la realización simultánea de ambas actividades puede conducir al máximo de los placeres. Practicar sexo y hablar de él —socializarlo— constituye mucho más que una mera evasión si tenemos en cuenta el contexto dictatorial en el que se desarrolla esta novela: en los cuerpos, en sus goces, en los discursos acerca de estos goces, se cifra una auténtica resistencia al régimen brutal que durante ocho largos años sembró el terror en Argentina. El discurso pornográfico de Villordo no es una mera provocación para los biempensantes: supone, ante todo, un esfuerzo por visibilizar un conjunto de deseos y placeres que resultaron decisivos para las comunidades eróticas disidentes de los años cincuenta y setenta.
Otra forma de transgresión manifiesta en el ciclo novelístico de Villordo concierne a la configuración identitaria de los personajes. Siguiendo la propuesta de Ricardo Llamas, considero que resulta más pertinente hablar de narrativa “homosexual”, entrecomillando este último término, a fin de destacar el carácter inestable de las subjetividades que retrata el autor, pues si bien muchos personajes se perciben a sí mismos como “homosexuales”, hay otros que rechazan esta etiqueta o que ni siquiera se plantean la cuestión de la identidad, a pesar de mantener relaciones sexuales y/o afectivas con otros varones. En su comentario de La brasa en la mano, Azevedo (120) cuestionó el hecho de que “la marica aparece siempre como un personaje grotesco, desagradable y ridículo, al lado de las figuras atléticas, hermosas y exuberantes de sus amantes, los ‘hombres’”.
Esta descripción reduce o empobrece, sin embargo, el planteo mucho más complejo de la novela. Aunque en la narrativa de Villordo abunden las relaciones entre homosexuales afeminados —“maricas” o “putos”— y heterosexuales viriles —“chongos”— estos vínculos no son tan estáticos como parece sugerir la descripción de Azevedo, ni sus protagonistas sujetos fácilmente reducibles a una definición identitaria. A mi juicio, se ha prestado muy poca atención a la concepción fluida de las identidades y sexualidades que se aprecia en las novelas de este autor y que permitiría recuperarlas desde una óptica queer.
La historiografía sobre “homosexualidad” en Argentina contiene múltiples ejemplos de la fluctuación e incoherencia de las identidades sexuales desde finales del siglo xix y a lo largo de todo el xx (Bao, Bazán), aunque solo la investigación de Pablo Ben ha ofrecido un análisis riguroso desde el punto de vista teórico. El “homosexual”, según este crítico, no se constituyó en una categoría de identidad en el país hasta la década de 1950, cuando se produjo una separación nítida de las esferas de la “hetero” y “homosexualidad”. A partir de este momento, los hombres que se relacionaban con otros empezaron a ser percibidos —y a percibirse a sí mismos— como una clase diferenciada de persona. Beto, de La brasa en la mano, o Ernesto, de La otra mejilla, son ejemplos de esta nueva “especie”. No obstante, muchos sujetos involucrados en intercambios homoeróticos no asumieron una identidad “homosexual”.
En La otra mejilla Víctor es testigo, durante una breve estadía en la cárcel, de la intensa amistad que une a dos presos: “La pareja de viejos le parecía un ejemplo del afecto entre los presos, aunque hubiera sido uno solo de ellos el que lo manifestara hasta entonces. No se engañaba: la severidad del viejo mayor, su desprecio y hasta su asco, encubrían amor” (68). Los míticos “chongos” son el caso más eminente de una identidad sexual flexible: los soldados, marineros, obreros y mendigos que recorren estas novelas no encajan en el modelo de “homosexual”; muestran, en cambio, el amplio espectro de posibilidades eróticas que se desarrolla al margen de las categorizaciones dominantes. Un universo, en definitiva, mucho más queer de lo que podría parecer, y que invita a releer, o a descubrir por primera vez, a uno de los autores más injustamente olvidado de las letras argentinas.
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