LOS LÍMITES DE LA
“HERMANDAD”. MODERNIDAD E INDENTIDAD
GAY EN MÉXICO
Pablo
Antonio Caraballo Caraballo Correa1
Revista
de Estudios de Género. La ventana
ISSN:
1405-9436 ISSN: 2448-7724
revista_laventana@csh.udg.mx
Universidad
de Guadalajara
México
Caraballo
Correa, Pablo Antonio
Los
límites de la "hermandad". Modernidad
e
identidad gay en México
Revista
de Estudios de Género. La ventana,
vol.
6, núm. 52, 2020, Julio-,
pp.
70-99
Universidad
de Guadalajara
México
Disponible
en: /www.redalyc.org/articulo.oa?id=88463464003
1
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Correo
electrónico:
pacaraballoc@gmail.com
Resumen
El
artículo parte del concepto de identidad como construcción discursiva y
normativa que, en el caso específico de la identidad gay, está ligada a una
clase media, “blanca” y urbana, en posición de distanciarse de formas
“tradicionales” de homoerotismo. Desde ese punto de vista, se analizan las
dinámicas de producción de la identidad gay en México, haciendo énfasis en los
exteriores que la constituyen y las exclusiones materiales y simbólicas que
ella entraña. Se propone que dichas dinámicas están atravesadas
fundamentalmente por una estructura de clase, en donde el sujeto homosexual
consigue blanquearse y afirmar su identidad por medio de la actualización
cotidiana de unos objetos racializados de repulsión y deseo, encarnados en el
cuerpo de la loca y el chacal.
Palabras clave:
identidad gay, modernidad gay, racialización, blanquitud, comunidad gay
RECEPCIÓN:
01 de agosto de 2019/
ACEPTACIÓN:
18 de diciembre de 2019
Introducción. Los contornos
de la “identidad gay”
El
presente artículo se desprende de una investigación etnográfica, realizada
entre 2016 y 2018, cuyo objetivo fue observar las dinámicas de racialización en
las interacciones de ligue gay en Tijuana (Caraballo, 2018). Para ello, recurrí
a entrevistas itinerantes y en profundidad, así como a la observación libre,
entendida por Perlongher (1999), como “la realización de los itinerarios” de
los sujetos, “recogiendo impresiones, descripciones, situaciones y escenas de
la manera más minuciosa posible” (p.33). En este caso, tanto en espacios
físicos (bares, eventos, reuniones, etc.) como digitales (aplicaciones de
contacto y ligue, blogs, redes sociales, etc.). Mi experiencia e identidad como
hombre gay conllevó, asimismo, una implicación en el “terreno” que trasciende
los cánones de la etnografía clásica. De igual modo, la revisión de medios de comunicación
y de productos artísticos, literarios y pornográficos de distribución y acceso
nacional, me permitió darle mayor profundidad y amplitud a las reflexiones que
derivaron de mi trabajo en el contexto local de Tijuana.
Por
último, mi condición como extranjero hizo posible un cierto grado de
extrañamiento frente a lo abordado, a la vez que el reconocimiento de
coincidencias, más allá de fronteras nacionales, en la construcción del
ambiente como campo de estudio. El término “ambiente” hace referencia, en el
mundo hispanohablante, a un espacio social de relaciones articuladas en torno a
representaciones, símbolos y códigos compartidos por quienes no se identifican
como heterosexuales. En principio, el término se vinculaba a hombres
homosexuales (o “que comparten en grados variados experiencias homosexuales”)
(Sívori, 2005, p.19) y, en menor medida, a mujeres homosexuales (Russo, 2009).
Sin embargo, hoy su uso se ha generalizado para abarcar a toda la población
denominada LGBTIQ (lesbianas, gais, bisexuales, trans, intersexuales, queer).
Este
cambio, más que denotar una diversificación de dicho espacio, responde a la
incorporación de categorías más precisas para designar a quienes siempre lo
integraron (véase Valentine, 2007; Argüello, 2014). En todo caso, el ambiente
toma la heterosexualidad normativa como su exterior fundante y supone un
sentido de pertenencia y comunidad. A ese vínculo comunitario haría referencia
Luis Zapata, en su novela de 1979, al hablar de la “gran hermandad gaya”,
cuando aún la formación del ambiente en la capital mexicana era incipiente
(Zapata, 2016, p.165). No obstante, el hermanamiento tiene sus límites. Y el
ambiente está atravesado también por estructuras que lo exceden, y demarcan
fronteras y taxonomías internas.
El
propósito del presente análisis es problematizar estas fronteras como elementos
articuladores y constitutivos de la identidad gay, como la categoría que sigue
siendo hegemónica dentro del ambiente en México2. Siguiendo a Hall
(2003), entiendo la identidad como un punto de sutura entre, por un lado, los
discursos y prácticas que intentan “interpelarnos”, hablarnos o ponernos en
nuestro lugar como sujetos sociales de discursos particulares y, por otro, los
procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos
susceptibles de “decirse”. (p.20; cursiva del autor) Más que un a priori
epistemológico (Perlongher, 1997), la identidad es una construcción discursiva,
ficcional (Hall, 2003), que se articula y entra en tensión con la apropiación
que los sujetos hacen de ella, atendiendo “a ciertas regularidades […] [y
produciendo] una suspensión temporal del desbordamiento de los sentidos”
(Lancaster, 1997, p.183; cursivas del autor). Es, pues, una imposibilidad
normativa que resulta de la “sucesión de acciones repetidas –dentro de un marco
regulador muy estricto– que se inmoviliza con el tiempo para crear la
apariencia de sustancia, de una especie natural de ser” (Butler, 2007, p.98).
2
Cualquier
análisis que pretendiera abarcar la “realidad mexicana” como un todo
autocontenido por el Estado, resultaría insuficiente. Como se verá, al margen
de mi experiencia de investigación en Tijuana, las referencias que tomo aquí
remiten sobre todo a la Ciudad de México. En mi descargo, no aspiro con ello a
mostrar una “representación” de la realidad nacional. Pero, si como han
sugerido autores como D’Emilio (1993), Eribon (2001) y Perez (2015), la
emergencia de la identidad gay está estrechamente ligada a lo que Echeverría
(2010) llama la “Gran Ciudad”, resulta entonces pertinente observar su
formación “localizada” a partir del principal centro urbano del contexto que
estamos aquí analizando.
Desde
este punto de vista, la identidad gay no es una simple categoría descriptiva,
sino la (pre)condición de identificación y producción de determinadas
subjetividades. Es un lugar en el discurso que puede movilizarse para
cuestionar los límites que ella impone, pues su ocupación no exime de usos
“impropios”. Pero que, incluso su impugnación, como aquello donde uno no tiene
cabida, tiende a reafirmar sus restricciones constitutivas. Para Perlongher
(1999), la identidad gay es una “posibilidad personológica” que “reglamenta,
modela y disciplina los gestos, los cuerpos, los discursos” (pp.55-56). Un
operativo de modernización que depende para su mantenimiento de referentes
estables instituidos a través de procesos de exclusión, supresión y jerarquización
social.
Como
señala Hall (2003), es “sólo debido a su capacidad de excluir, de omitir, de
dejar ‘afuera’” que las identidades funcionan “como puntos de identificación y
adhesión” (pp.18-19; cursivas del autor). Por tanto, toda identidad requiere de
la producción de una exterioridad constitutiva que “es ‘interior’ al sujeto
como su propio repudio fundacional” (Butler, 2002, p.20). De este modo, mi
interés fundamental es observar la producción de los exteriores de la identidad
gay en México como el resultado de dinámicas de racialización, inscritas en
procesos históricos de largo alcance, que se materializan en la cotidianidad
del ambiente. En este sentido, vamos a entender la racialización como la
atribución, de manera dispersa y a veces contradictoria, de rasgos esenciales y
esencializantes a ciertos cuerpos. Atribución que excede los binarismos
étnico-raciales (negro o blanco; mestizo o indio), mezclándose con otras formas
de clasificación social para generar un espacio inestable de designación,
localmente situado, que apelan a jerarquías globales instituidas en torno a la
hegemonía de lo blanco.
Como
señala Echeverría (2010), la blanquitud no es entonces una categoría
étnica-racial, sino una condición ético-civilizatoria de “orden identitario”
que fija los términos del sujeto de la modernidad capitalista. De modo que, si
bien la blanquitud puede incluir “por necesidades de coyuntura histórica,
ciertos rasgos étnicos de la blancura del ‘hombre blanco’” (Echeverría, 2010,
p.11), su núcleo específico es de clase, en tanto que posición social, hexis
corporal, y gestión y apropiación de recursos materiales y simbólicos que
posibilitan el ingreso a la modernidad (Bourdieu, 1999; García, 2013).
Además,
la blanquitud depende de un marco relacional, en el que los “otros”
racializados posibilitan la afirmación de lo “verdaderamente” blanco (Berg y
Ramos-Zayas, 2017; Young, 2005). En el caso de la identidad gay esto se traduce
en la negación de formas de homoerotismo “anteriores”, que a su vez son
recuperadas para articular y hacer manifiesta la blanquitud de los sujetos gais
(Perez, 2015). Procesos de exclusión que se materializan en la producción de
cuerpos racializados, objetos de repudio y deseo, encarnados aquí en la figura
de la loca y el chacal. En suma, propongo entender a la loca y al chacal como
exteriores constitutivos y legitimantes del sujeto gay moderno: “cuerpos [que]
no llegan a materializar la norma [y] les ofrece el ‘exterior’ necesario, si no
ya el apoyo necesario, a los cuerpos que, al materializar la norma, alcanzan la
categoría de cuerpos que importan” (Butler, 2002, p.39).
Para
ello, en el primer apartado, reviso las condiciones que hicieron posible la
formación del ambiente en México, así como sus tensiones y contradicciones. En
el segundo, observo cómo el rechazo de lo que representa la figura de la loca
posibilita la afirmación constante de un modelo normativo de masculinidad gay.
En el tercero, analizo la actualización y ambivalencia de estos procesos en el
marco del deseo en torno al chacal. Para cerrar, a modo de conclusión,
sintetizo los principales planteamientos expuestos a lo largo del texto.
La “gran hermandad gaya”
todos conocían a todos y
todos estos se protegían se ayudaban era como una gran hermandad gaya (Zapata,
2016, p.165)
La
formación de las naciones latinoamericanas fue un proceso complejo que, pese a
plantear una ruptura radical con las relaciones de poder impuestas por el orden
colonial, le daba continuidad y las reproducía por otros medios. En ese
sentido, el disciplinamiento de la nueva ciudadanía implicó la producción de
otredades reconocibles en torno a las cuales se articularon variados mecanismos
de exclusión. Si el “indio sodomita” había representado el cruce entre la
inferioridad racial y la subversión de la moral hegemónica durante la colonia,
en los estados independizados, el desviado sexual cumpliría una función
similar, en tanto alteridad paradigmática de la masculinidad civilizada,
emancipada y viril (González-Stephan, 1998).
En
México, el “invertido” aparece tempranamente en la literatura popular de
finales del siglo XIX (Monsiváis, 2001; Rodríguez, 2018) y, luego, en los
discursos periodísticos y criminológicos de comienzos del XX (Rodríguez, 2011).
Pero es en 1901, con el baile de los 413, que la homosexualidad
comienza a ser percibida como una condición identitaria, en los términos
modernos. La visibilidad del hecho extendió inadvertidamente un sentido común
de identificación que unía a muchos con los participantes del “baile” (Irwin,
2010; Monsiváis, 2001). En las siguientes décadas, se comienza a formar una
“comunidad” de iguales que sentaría las bases para un movimiento político
organizado. Así, el Frente de Liberación Homosexual nace en 1971, inspirado
“inicialmente en los movimientos de liberación gay norteamericanos (y en menor
grado en los ingleses y en los catalanes) que surgieron después de los motines
de Stonewall en Nueva York, en 1969” (Lumsden, 1991, p.66).
Sus
primeras acciones públicas tuvieron lugar en junio de 1978, en la marcha
conmemorativa de la revolución cubana y, en octubre del mismo año, en el décimo
aniversario de la matanza de Tlatelolco. También en 1978 se crean otros grupos
pioneros como el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria, el Grupo Lambda de
Liberación Homosexual y Oikabeth (Diez, 2011; Argüello, 2014). La visibilidad
de la homosexualidad se evidencia, además, en la publicación y difusión de
libros como El homosexual ante la
sociedad enferma (1978), del antropólogo y activista Xabier Lizarraga y la
novela El vampiro de la colonia Roma
(1979) de Luis Zapata.
3 El
“baile de los 41” hace referencia a la redada policial ocurrida en noviembre de
1901, en la Ciudad de México, en una fiesta privada que celebraban un grupo de
hombres identificados hoy como homosexuales, muchos de los cuales se
encontraban travestidos. En su momento, según Irwin (2010), el hecho fue
conocido como “el baile nefando”, y fue ampliamente difundido por la prensa.
Desde entonces, el número 41 se asocia, en México, a la homosexualidad y la
inversión de género.
La
categoría gay comienza a circular entre activistas como un modo de
reconocimiento propio. La “salida del closet”, que presupone la adscripción a
una identidad esencialmente distinta a la heterosexual, se señala como
imperativo político, y algunos grupos organizados abogan por la construcción
activa de la misma (Laguarda, 2009; Hernández, 2001). La vocación didáctica
permeó también a los medios especializados que surgen en estos años. Por
ejemplo, en la columna de Lizarraga en la revista Del Otro Lado, se instaba a generar una identidad pública y
política, “la gaycidad o gayacidad”, como alternativa que “parte de una
conciencia, de un autorreconocimiento” (Lizarraga, 1992, p.12; cursivas del
autor).
Los
espacios comerciales de ligue, al igual que los bares, antros, discotecas y
cafés dirigidos al público gay, cumplieron una función pedagógica, menos
explícita, pero igualmente eficaz (Boivin, 2013; Laguarda, 2005). Locales como
El Taller y El Vaquero combinaban su labor militante con actividades
fundamentalmente de consumo. Del mismo modo, el acceso de la clientela era
limitado a partir de criterios que promovían patrones de vestimenta y
comportamiento apegados a una masculinidad normativa idealizada, acorde con la
formación de un determinado sujeto gay (Lumsden, 1991; Boivin, 2013). En todo
caso, la construcción de la identidad gay presuponía el acceso a cierto capital
cultural. De allí que el ambiente
era, en palabras de Monsiváis (2001), un espacio reservado para una elite que
se alejaba de la “barbarie” (pp.326-327), cuyo “modelo inevitable es europeo al
principio y luego, ya en forma orgánica, norteamericano, y su capital simbólico
es la elegancia” (Monsiváis, 2002, p.93).
La
posibilidad de vínculos “comunitarios” cedía así ante la distancia interpuesta
frente a un “otro popular” (Parrini, 2014), en la medida que eso funcionaba
también como un modo de legitimación de la elite gay. La exclusión de quienes
no cumplían con el modelo de masculinidad aceptado, se mezclaba con
procedimientos más sutiles que, como sugiere Lumsden (1991), impedían en
ciertos espacios gais el acceso a la “chusma” (p.37). Así pues, si asumirse gay
traducía una cierta politización de la sexualidad, la categoría servía por otra
parte “para diferenciarse de las locas de origen popular y afirmar un estilo de
vida que supone una autoconciencia más elaborada y un estatus social más
elevado” (Miano Borruso, 1998, p.196).
Todo
esto derivado de una narrativa evolucionista que veía en la subjetividad gay
“liberada” y moderna la consumación de un progreso necesario, conducido por
veladas prácticas clasistas y racistas4. En 1979, Blanco (1981) ya
criticaba a los “homosexuales de clase media” que “en la mayoría de los casos
[…] somos más cómplices de nuestra clase […] que solidarios de los jodidos, incluso
de los homosexuales jodidos” (p.185). Algunos militantes defendían explícitamente
los cánones de decencia y normalidad de una homosexualidad “discreta”, que excluía
a los “homosexuales lúmpenes” (Argüello, 2014).
4
Esta narrativa se observa también en algunos discursos académicos. Así, por
ejemplo, una importante tradición de estudios sobre homosexualidad en América
Latina se sustenta en la distinción entre dos modelos o sistemas de
homoerotismo: uno “tradicional” (mexicano-latinoamericano) y otro “moderno”
(europeo-norteamericano y blanco). Coincidiendo con Núñez Noriega (2007), parto
del supuesto de que esta perspectiva, tomada de manera acrítica, suele
participar de procesos de exclusión y racialización que presuponen la necesaria
superación de un modelo por otro.
Esto
llevaba a tensiones entre y dentro de los grupos organizados que se hicieron
evidentes en 1984, en la VI Marcha del
Orgullo Lésbica Homosexual. Así, un panfleto repartido durante el evento,
titulado “Eutanasia al movimiento lilo”,
cuestionaba la presencia hegemónica y colonizadora de un gay “uniformado” que
se conforma con “la tolerancia y la aceptación”:
[…] joto asimilado, decente,
con prerrogativas sociales, económicas y culturales, decente [sic], fresa […] Y
ahora sus minigurús nos recomiendan ser “de categoría”, tener trabajo estable,
con ingresos superiores a cuatro veces el mínimo; ir en peregrina marcha donde
La Lupe a gritar que somos chotos; comportarnos con decencia, persignarnos para
todo lo que declaremos con citas de Lenin, Marx y Trostki [sic]. De esta
manera, aseguran, la sociedad se dará cuenta sin lugar a dudas de que también
hay jotos trabajadores, lindos, de regios modelazos, bien portados, que no
dicen groserías ni se visten de mujer (o si se visten, sólo para divertirse y
mostrar su “sensibilidad”) (en Argüello, 2014, pp.42-43).
En
un contexto global de cooptación y reconfiguración del neoliberalismo
institucional, “la asimilación comercial de la diferencia”, como mecanismo de
contención popular y relegitimación del Estado, sentaba las bases en México
para la “apropiación por parte del sistema de esa operación de producción
identitaria” que, para Medina (2008, p.516), era el nuevo sujeto homosexual. Si,
por un lado, la “identidad” como posibilidad de adscripción y común
reconocimiento extendía su alcance; por otro, la introducción de un modelo de
gay “normal”, ligado a un esencialismo unitario que en última instancia es
funcional al movimiento político, dejaba por fuera a aquellos que no se
ajustaban a él.
La
coincidencia de estos procesos, y su inserción en el imaginario popular, tiene
quizá su expresión más clara en aquel chiste donde un joven afeminado le dice a
su padre que es “gay”. Éste le responde de manera negativa, argumentando que no
puede serlo debido a que es “pobre”. Pues, no teniendo la capacidad de consumo
que, de acuerdo con el padre, presupone la categoría gay, el hijo es relegado a
la denominación comúnmente despectiva de “puto” (y ese es el “chiste”), dejando
en evidencia que ni siquiera la “salida del closet” está disponible para todos
por igual.
El género de las locas
las locas son las que nos
desprestigian a los homosexuales de corazón (Zapata, 2016, p.41)
La
identidad gay conlleva la exclusión de un “otro” definido como anterior a ella,
y que debe ser superado y preservado para definir sus límites. En este apartado
sostendré que la loca5 es ese “otro”, cuya necesaria exclusión va desde
su figuración histórica hasta su inscripción en la cotidianidad del ambiente en
México hoy en día. Según Rodríguez (2018), el término “loca” aparece por
primera vez en La estatua de sal, de Salvador Novo, para hacer referencia “al
homosexual afeminado, y particularmente al homosexual pasivo” (p.152).
5
El
término “loca” es equiparable a otras expresiones de uso común en México y
América Latina como “puto” y “maricón”. Sin embargo, éstos últimos suelen
referir sobre todo a una condición homosexual, mientras que la loca describe un
“prototipo caricaturesco” (Perlongher, 1999, p.55), asociado a la homosexualidad
(así como una sexualidad compulsiva), pero sobre todo a una evidente
transgresión de género.
Así,
en principio, lo que distingue a la loca es su apropiación de lo femenino. El
sujeto gay, por el contrario, rompe con lo que Butler (2007) llama la matriz
heterosexual, pero su adscripción identitaria no implica la identificación con
el género “opuesto”. Su “orientación” homosexual no lo exenta de participar de
la normatividad de género, en la medida que su sexo asignado (varón) se
corresponde con su género asumido (masculino). Por tanto, como muestra
Valentine (2007), para que este sujeto gay llegase a ser “normal” (dejase,
pues, de ser un desviado/invertido), fue necesario que se estableciera una
separación tajante entre “género” y “orientación sexual”. Tal separación creó
las condiciones para que la homosexualidad dejara de ser una enfermedad, en
parte como producto de los esfuerzos del movimiento gay surgido luego de 1969.
La
legitimación de la lucha homosexual durante los primeros años del movimiento
dependió en gran medida de la conversión del homosexual afeminado y pasivo (ese
“ser degradado y abyecto” que describiera Paz, 2010, p.43) en objeto predilecto
de diferenciación (Perlongher, 1999; Laguarda, 2009; Boivin, 2011; Rodríguez,
2018). Con ello, la loca se convierte en un dispositivo de exclusión simbólica
de la masculinidad gay normativa, y el afeminamiento pasa a ser un signo del
fracaso social del sujeto homosexual no asimilado; un anacronismo prepolítico
que imposibilita el acceso a la comunidad gay moderna (Halberstam, 2008, p.11).
Esto implicaba tocar las fibras más íntimas del colectivo. Así, por ejemplo, se
promovía un “repertorio sexual versátil” (o “inter”) como superación del
machismo y de la pasividad del homosexual “tradicional” (Laguarda, 2009).
Se
marcaban, además, las pautas del cuerpo homosexual deseado y deseable,
especialmente durante y después de la crisis del sida: un cuerpo “sano” y viril
que contrarrestaba la representación del “marica enfermo” (García, 2016); pero
a su vez estaba ligado a la imagen positiva del gay clase media, blanco y
profesionista. En la práctica, el enraizamiento de estos parámetros normativos se
puede observar en diferentes manifestaciones de rechazo hacia el homosexual
afeminado. Esto encuentra su forma verbal más directa en la demanda de
“discreción”, que explicita sobre todo la expectativa de una expresión de
género masculina, en contraste con términos como “obvio” (u “obvia”) o
“evidente” que refieren al afeminamiento y suelen utilizarse como aquello que
se repudia (‘No obvias’, ‘NO LOCAS’, ‘NO Afeminados’)6.
Si
la presentación de sí como “discreto” o “varonil”, o su demanda (‘soy discreto buscando
morros pasivos varoniles’, ‘Me gustan los hombres varoniles’, ‘solo gente
varoniles’, ‘Busco pasivo varonil’), hacen manifiesto el valor de la
masculinidad, también connotan su artificiosidad (‘apariencia varonil’) y, por
lo tanto, la necesidad de su mantenimiento constante y relativamente
consciente. No obstante, la masculinidad valorada tiende a equipararse al rol
sexual activo, mientras que el afeminamiento aparece como sinónimos de
pasividad e inhibidor de deseo (Rodríguez, 2015). De modo que quienes prefieren
adoptar un rol sexual pasivo se ven en la necesidad de deslindarse del
referente social y simbólico al que éste se asocia (‘pasivos pero varoniles”,
‘MI ROL NO DEFINE MI PERSONALIDAD’).
6
Como
señalé en la introducción, parte del trabajo de campo en el que se basa el
presente análisis fue realizado en espacios digitales. Particularmente, uno de
estos espacios fue Grindr, aplicación móvil de contacto y ligue entre hombres,
que ofrece la posibilidad a sus usuarios de presentarse a través de texto e
imágenes, e interactuar con otros usuarios a través de un chat privado. También
incluye categorías cerradas que pueden usarse a modo de descripción. Una de
esas categorías es “discreto”. Sobre esta plataforma véase, por ejemplo, Race
(2015), Stempfhuber y Liegl (2016) y Bonner-Thompson (2017). Aquí, y en
adelante, recupero expresiones textuales que observé en perfiles de usuarios de
Grindr durante y después de mi trabajo de campo. Tomo estos fragmentos como
ejemplos, sin pretender que sean representativos. En todos los casos uso
comillas simples para identificarlos y conservo la gramática y la ortografía
original de los mismos.
En
este sentido, “discreto” y “obvia” señalan extremos de un espectro de expresión
de género que va, respectivamente, de lo masculino (como activo) a lo femenino
(como pasivo) y, en esa misma medida, de lo deseado a lo repudiado. Pero además
simbolizan posibilidades y grados diferentes de asimilación y contención
social. Por ejemplo, para Abel, de 33 años, su rechazo por los homosexuales
afeminados se debe a una cuestión de “gustos”. Sin embargo, también considera
que éstos tienden a ser “muy ruidosos”, lo que los inhabilitaba para adecuarse
a los espacios que él, un profesionista de clase media, suele frecuentar. El
“ruido” metaforiza la desestabilización de un orden discreto de género que se
sustenta en la necesaria separación entre lo público y lo privado.
La
loca no puede ser “discreto”, pues encarna el estereotipo del que intenta
deslastrarse el gay que aspira a pasar por “normal” (es decir, por
heterosexual) a través de una “apariencia varonil”; el gay que sabe relegar (u
ocultar) su “orientación” al plano de lo privado, adecuándose al “modelo de
ciudadano” favorecido por “las políticas de visibilidad y asimilación” (Davis,
2012, p.181). La loca es, en cambio, el paradigma de una representación
negativa que muchas veces los propios gais acusan de “distorsionada” e “irreal”
cuando adquiere visibilidad pública.
La
“obviedad” de la loca no solo transgrede la masculinidad, en términos
abstractos, sino un modelo de masculinidad gay blanca y los límites que fija la
modernidad capitalista. Así, por ejemplo, en 1993, la revista El Otro Lado se lamentaba por la demanda
constante, de parte de sus lectores, de cuerpos que se ajustasen “al
estereotipo del cuero que promueve el proyecto comercial gay; […] hombres no
obvios guapos y fortachones”. Estas objeciones iban por lo general “acompañadas
de adjetivos que aluden al color de la piel, la apariencia naca de los modelos,
la edad o a la supuesta vulgaridad de los mismos” (las cursivas son mías).
“Naquez”,
“color de piel”, “obviedad”, “vulgaridad” aparecen en relación de oposición con
el cuerpo estético y “fortachón” del “proyecto comercial gay”. Además, la
referencia al “mal gusto” y al “color de piel” trae al frente condiciones de
clase y “raza” que se vinculan a la loca “obvia”, con lo cual se reproducen
jerarquizaciones excluyentes que trascienden la cuestión de género y sexualidad.
En suma, la loca encarna un exceso que posibilita la exclusión, dentro del
ambiente, de sujetos previamente excluidos por la sociedad7. Una
exclusión que, por otro lado, no solo recurre al repudio explicito para
afirmarse, sino también a la ambivalencia del deseo, como se observa en la
figura del chacal.
7
Una
visión extendida dentro del ambiente es que las locas (y su expresión quizá más
conspicua, los “travestis”) son “problemáticas”, agresivos y ladrones. Esto
justifica, como me dijo Javier, de 33 años, que se les prohíba el acceso a
lugares comerciales que, no obstante, son abiertamente receptivos al público
gay apropiadamente masculino. En ese mismo sentido, según Córdova y Pretelín
(2017), en los cines porno de Veracruz “las vestidas tenían problemas para
entrar porque se les atribuía fama de ser conflictivas y ladronas” (p.116), lo
que muestra la amplitud de esta representación.
La sensualidad del
proletario
[…] el chacal es el joven
proletario de aspecto indígena o recién mestizo, ya descrito históricamente
como Raza de Bronce, […] la sensualidad proletaria, el gesto que los expertos
en complacencias no descifran, el cuerpo que proviene del gimnasio de la vida,
del trabajo duro […] (Monsiváis, 1998, p.60)
Al
contrario de la loca, el chacal simboliza el epítome de la masculinidad. En el
contexto popular mexicano, el término refiere a una “[p]ersona que se aprovecha
con ferocidad y sin misericordia del mal o del daño que ha sufrido otra” (Lara,
2010, p.559). En el argot gay, es quizás este “aprovechamiento” lo que adquiere
una connotación sexual. Así, a diferencia del “mayate”, el chacal adopta el rol
de penetrador anal, pero además muestra desprecio y violencia hacia su
compañero sexual8 (Sanz, 2009). El deseo por el chacal puede
equipararse a lo que Young (2005) llama un “deseo colonial”, que produce y
esencializa la condición salvaje del otro para legitimar la misión
civilizatoria de Occidente (Puar, 2002).
8
La
distinción entre “chacal” y “mayate” no siempre es clara. A veces ambos
términos se emplean de manera indistinta, como sinónimo de hombre o macho. La
figura del “chacal” podría ser equiparable, asimismo, al “chongo“ de Argentina
(Sívori, 2005) y al “michê” de Brasil (Perlongher, 1999). La característica
principal del chongo, de acuerdo con Sívori (2005), es que “no debe desear
tener relaciones sexuales con otros hombres” (p.85), debe ser “un hombre
probadamente no gay“ (p.96), a quien su carácter activo lo convierte en el
“complemento de la loca”, y al mismo tiempo “es un ideal” que si llegase a
autoadscribirse a tal categoría se delataría, al hacerlo, como falso chongo,
como loca, ya que solo una loca puede “decir que es exactamente un chongo”
(p.85). En un sentido similar, Parrini y Flores (2015) definen al chacal como
un “sujeto imposible”, que no debe reconocerse como chacal para que despierte
el deseo de los gais.
Un
deseo “erótico-primitivista” sobre el que se funda el “imaginario ‘gay’
moderno” y la identidad gay cosmopolita (Cardín, 1990; Perez, 2015), y que
dentro de sociedades históricamente subalternizadas se vuelca sobre cuerpos
“proletarios”, cuyo exotismo deriva de su posición inferior en la estructura
social. En ese sentido, el chacal es un modo de erotizar las relaciones de
clase, en tanto implica un cruce de fronteras físicas y simbólicas que, en esa
misma medida, ratifica y reproduce veladamente la desigualdad material que
atraviesa y constituye a los sujetos (Parrini y Flores, 2015).
De
acuerdo con Parrini y Flores (2015), la figura del chacal refiere a “hombres
populares, mestizos, viriles, lejanos de los circuitos de sociabilidad gay”
(p.291). No es, en general, una categoría de autoadscripción, sino una
“creación del deseo homosexual” (p.307). Existe porque se le nombra y designa
un objeto, una fantasía o, como me decía Dani, de 22 años, un “fetiche”. Si la
característica fundamental de la loca es el afeminamiento y la pasividad, el
chacal remite a una masculinidad hiperbolizada o “excesiva” (en los términos de
Halberstam, 2008).
De
allí que sea descrito siempre como “muy masculino”, “súper masculino”,
“hipermasculino”, “ultraviril”. No es “discreto”, pues su masculinidad es
“auténtica”, no una postura artificial (véase, por ejemplo, Morales, 1992). Y
su autenticidad responde a los signos evidentes de su posición social. De modo
que su producción como objeto racializado de deseo está dada por su situación
de clase, que se mezcla y confunde con una determinada condición étnico-racial.
Así, para Javier, de 36 años, si bien el chacal suele ser “chaparro” y
“moreno”, su rasgo dominante sería un “mal gusto” que, a modo de habitus
(Bourdieu, 1999), estaría ya en su cuerpo y sus posturas corporales, aunque se
expresa también en sus modos de vestir.
En
la medida que su masculinidad no es solo “apariencia”, el chacal, parece estar
al margen de las categorías de identificación modernas. No se le identifica
como homosexual, lo cual excluye cualquier expectativa romántica a largo plazo
para los gais que lo desean. Pero esto no implica una automática adscripción
heterosexual. El chacal es un hombre que ocasionalmente accede a tener sexo con
otros hombres, en calidad de activo, respondiendo a una búsqueda irrestricta de
placer. Para Dani, el chacal es fundamentalmente un hombre “morboso”. En ese
mismo sentido, para Monsiváis (2001), el chacal tendría un “apetito sexual
indiferenciado” (p.327).
Una
representación hipersexualizada que se condensa en su descripción como “máquina
de coger” (Morales, 1992). En suma, su sexualidad parece ser anterior a las
oposiciones identitarias modernas (o, en todo caso, estaría asociada, como
sugiere Lumsden, 1991, a una supuesta “bisexualidad” propia de la clase obrera
mexicana y su tradicional “cuatismo” popular), en la medida que su condición de
clase implica una posibilidad limitada para integrarse a los marcos de
significación de la modernidad. La misma condición que lo erotiza le niega
entonces otras cualidades deseables, más allá de la fantasía y su eventual
realización.
La
ambivalencia de esa representación se observa en las producciones pornográficas
que directa o indirectamente lo toman por objeto. Por ejemplo, Mecos Films, una
empresa mexicana de porno gay, promociona a Sewer Boy, uno de sus modelos, como
un tipo inmundo (“filthy”), sucio y sudoroso (“dirty and slimy”) que coge putos
(“fuck the puto’s ass”) a cambio de dinero. Esa “inmundicia” y esa “suciedad”
condensan y metaforizan prácticas lascivas, como la humillación verbal, donde
se expresa la virilidad machista propia de “una cultura popular que”, a decir
de Lumsden (1991), “combina la ignorancia y la violencia social” (p.13). Así, Corrupción Mexicana (2010), una película
de la misma productora, incluye una secuencia donde un personaje llamado Fresa
es secuestrado y “violado” a manos de dos hombres, referidos como un “par de
pinches nacos”.
En
una escena, estos últimos denigran al primero llamándolo “puto”. La violencia
del insulto homofóbico hace evidente la condición no homosexual de los “nacos”,
pero se podría decir además que sintetiza el deseo (de Fresa) por aquello que
es (y requiere ser) repudiado, pues lo daña9. Pero, finalmente, la
pornografía encuentra en estos cuerpos un objeto predilecto de excitación gay
porque evoca un saber práctico y aproblemático que se articula con discursos
autorizados que lo legitiman10. En el cruce de esos saberes, el chacal surge
como una representación, en el sentido más laxo del término: un papel o una
“pauta de acción preestablecida” (Goffman, 1997) de la que los sujetos pueden
apropiarse. Pero que está contenida en estructuras que trascienden la
interacción inmediata.
9
La
secuencia, además, presenta la humillación sexual como un recurso de
ajusticiamiento. Los “nacos” que la llevan a cabo son enviados por un
sindicalista (probablemente como representación última del “proletariado”) que
quiere vengarse del padre de Fresa, un “burgués” corrupto de la Ciudad de
México. Es interesante también que, en una entrevista ofrecida por el director
de Mecos Films, este reconoce explícitamente “jugar con lo clasistas que somos
los mexicanos” (Rueda, 2011).
10
Según Mitchell (2011), los hombres que se identifican como gais suelen recurrir
a los discursos especializados para significar sus experiencias y dotar de
sentido su identidad y deseo. En México, la implicación entre el sentido común
gay y este tipo de discursos se puede observar, por ejemplo, en los
planteamientos de Ian Lumsden y Carlos Monsiváis. En la introducción a su libro
Homosexualidad, sociedad y Estado en México (coeditada por Colectivo Sol en
conjunto con Canadian Gay Archives, y aparecido simultáneamente en Canadá y
México), Lumsden (1991) señalaba que los hombres “chilangos” “[t]al vez no sean
los más apuestos del país pero su entusiasmo y su valor lo compensan”; y que,
como en otros contextos latinoamericanos, tienen “una serenidad y una gracia
naturales, difíciles de obtener por medio de agotadores ejercicios en la
Y.M.C.A. o en cualquier otro gimnasio” (p.3; la cursiva es mía). Esta
referencia exotizante de “lo mexicano” se dirige luego a los “mayates
bisexuales” de los sectores marginales de la capital, quienes son representados
como objetos altamente sexualizados y peligrosos, propensos al homoerotismo
tanto como a la violencia. Una representación que coincide con los paraísos
exóticos y premodernos que el turismo gay promociona para un público
predominantemente blanco, reproduciendo así la fascinación por una sexualidad
“natural” y libre, que sobrevive a los peligros de culturas tercermundistas:
machistas, homofóbicas y violentas (Cantú, 2002; Puar, 2002; Mitchell, 2011).
De igual modo, los “registros” de Monsiváis (1998; 2001) sobre el ambiente de
la Ciudad de México y las figuras que lo componen, incluyendo al chacal, tienen
una dimensión “pedagógica” y performativa que no solo describe esa realidad,
sino que en alguna medida contribuye a su producción (véase Parrini, 2014).
Muchas de las narrativas de los propios hombres gais mexicanos, en efecto,
apelan a las definiciones de este autor para dotar de inteligibilidad a su
deseo, tal como puede verse en Parrini y Flores (2015) y como pude constatar en
mi propio trabajo de campo.
Siendo
así, el éxito de la actuación depende de una posición incorporada (Bourdieu,
1999), que más allá de operaciones voluntarias de adscripción, revisten valores
determinados. El potencial erótico que se le atribuye al chacal demanda la
manifestación de su posición subalterna en el espacio social (el “mal gusto”,
la “suciedad”, la violencia machista, homofóbica “propia” de su clase), que
funda su diferencia y fija los márgenes del sujeto que lo desea. Su valor
erótico es puro, en tanto que solo a
partir de él se define su atractivo, y es inversamente proporcional a su valor
social, estético y moral.
En
síntesis, su erotización es un “acto de apropiación” que implica “hacer a, o
dejarse hacer por un jodido; nunca hacer con él” (Blanco, 1981, p.73),
produciendo la distancia que niega afinidades más allá del plano sexual y
reproduciendo con ello una distribución relativamente estable de capitales, de
acuerdo a una estructura de posiciones naturalizada.
Conclusión
La
identidad gay surge históricamente en el seno de grupos privilegiados que, dada
su situación de clase, tenían garantizado el ingreso material y simbólico a la
modernidad. Su proyección imaginada como superación de formas anteriores
“tradicionales”, de vínculos homoeróticos, presupone la producción de cuerpos
racializados, reclutados desde un pasado prepolítico y utópico,
alternativamente repudiado y deseado (Perez, 2015). En México, estas dinámicas
de racialización se sostienen en una estructura de clases, que se traslapa con
diacríticos étnicoraciales, para actualizar una exterioridad que confirma la
prescripción modernizante de la identidad gay cosmopolita.
En
este contexto, la loca encarna lo abyecto, lo radicalmente excluido de la
constitución normativa del sujeto gay moderno. Un cuerpo excéntrico que
transgrede los límites de una visibilidad “positiva” y el mandato de una
masculinidad contenida por la moral blanca dominante. El chacal, en cambio,
encarna lo que Perlongher (1999) llama un deseo de sumisión. Por lo tanto,
ceder ante ese deseo es devenir abyecto, suspender real o imaginariamente el
sistema de exclusión mutua que al mismo tiempo ratifica. Es decir, asumir el
lugar de la loca, como objeto de placer simbiótico, feminizado, del macho
dominante.
En
ese sentido, estos cuerpos constituyen el exterior negado de la identidad gay,
pero su continua producción revela la necesidad de su retorno. La centralidad
de la loca dentro del ambiente se afirma una y otra vez en el recurso del
propio término para nombrarse entre pares y el uso invertido del género
gramatical (Monsiváis, 2001; Sívori, 2005), a veces como injuria cruel, como
código de lealtad, o como apropiación lúdica. Además, expresiones como “obvia”
y “evidente” presuponen el afeminamiento como rasgo esencial del homosexual
que, por lo tanto, socava siempre la asimilación del gay adecentado11.
De
este modo, la loca yace en el gesto insidioso, inconvenientemente femenino, que
deja en “evidencia” la masculinidad como impostura y simulación; así como en la
fantasía del gay que desea, hasta el exceso y la culpa, la virilidad exacerbada
del chacal. Es el otro negado y preservado a la vez, que fija los límites de la
modernidad gay, pero define la diferencia ante el mundo heterosexual. Devenir
loca es, como señala Davis (2012), un modo intencionado de resistencia
política; extraerse de las “grandes oposiciones molares” de los paradigmas
identitarios (Perlongher, 1997, p.68). Pero es también una práctica cotidiana
que, más allá de su explicita politización, está inscrita en la propia
identidad gay como un secreto que revela la imposibilidad de su cierre.
11 Si
la “discreción” implica ser masculino siendo (o a pesar de ser) homosexual, su
puesta en práctica juega de manera ambivalente con la lógica heteronormada que
naturaliza la continuidad entre sexo, género y deseo (Butler, 2007), al
ratificar y a la vez contradecir el hecho de que la homosexualidad, en el
fondo, implica siempre afeminamiento.
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