EL NUEVO HOMBRE
HOMOSEXUAL. APUNTES PARA
UNA REVISIÓN DE LA HOMOFOBIA INTERNALIZADA
EN EL CANON
LITERARIO GAY EN MÉXICO.
Luis Martín Ulloa
Universidad de Guadalajara. (MÉXICO) CE: luis.u@academicos.udg.mx
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons
Atribución-No Comercial 4.0 Internacional.
Recepción: 31/10/2021
Revisión: 06/11/2021
Aprobación: 25/11/2021
Resumen:
Se aborda la literatura homosexual en México desde una perspectiva político-social en el que el auge de la literatura hispanoamericana, retoma los principios de la lucha del reconocimiento de derechos homosexuales, en un contexto histórico de cambios, partiendo de un análisis crítico que permitirá al lector, dar cuenta de los hechos libertarios de un movimiento que, aunque no es nuevo en nuestro país, sí se postula como un momento de concientización social que rompe estereotipos y esquemas tradicionales de la libertad sexual.
Palabras clave: Homosexualidad. Literatura homosexual. Estereotipos sexuales. Homosexualidad en México.
En México, en el año de 1979, se dieron algunos sucesos que intentaban dar mayor visibilidad y propiciar el inicio de un cambio en la prefiguración de la homosexualidad. En primer lugar, en el ámbito sociopolítico, la realización el 29 de junio de la primera “Gran marcha del orgullo homosexual” (como se promovía entonces). Después de varios intentos desde principios de los setenta, los esfuerzos de un grupo de personas (entre quienes se encontraban Carlos Monsiváis y Nancy Cárdenas por ejemplo) y organizaciones civiles como FHAR y LAMBDA, se conjuntaron para dar paso por fin a un activismo urgente para el reconocimiento de las sexualidades divergentes.
También, desde el terreno de la literatura, el primer toque libertario se había dado el 17 de marzo del mismo año con la publicación en el suplemento literario “Sábado” del periódico Unomásuno, de la crónica “Ojos que da pánico soñar” de José Joaquín Blanco, un texto fundacional que abordó la cuestión de asumir con entereza una identidad homosexual en la vida cotidiana, que encontró a toda una generación de lectores cautivos para quienes alcanzó un estatus de manifiesto. Y además mostró también su poder premonitorio al abordar, entre otros asuntos, la “domesticación” del carácter transgresor de este movimiento reivindicativo (visto hoy a través de ciertas “conquistas” para la población gay como el matrimonio igualitario, etc.).
Las primeras líneas de “Ojos que da pánico soñar” (dedicada al mismo Carlos Monsivás) podían resultar ciertamente incómodas: ¿Alguna vez el lector se ha topado con algún puto por la calle? ¿Ha sentido su mirada fija; lo ha visto aproximarse a pedirle un cigarro, hacerle conversación, sugerirle...? Mientras me embrollo con las ideas que trataré de desarrollar en este artículo, paseo por el Parque México mirando a los muchachos que me gustan con esa peculiar “mirada de puto” cuya escandalizada descripción sería insuperable para escribir un artículo amarillista. (Blanco, 1981, p. 183) También en 1979 se publicó la obra literaria que significó la carta de naturalización de la homosexualidad en la literatura mexicana: El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata.
En ella, a través de la narrativa conversacional de un joven prostituto, el autor ponía a la vista de un público amplio el mundo soslayado del ambiente homosexual del entonces Distrito Federal. Zapata fue visto entonces como el autor que había surgido para reforzar desde el terreno de la literatura este incipiente movimiento activista, y a partir de esta novela construyó una obra sólida que lo situó en un lugar importante, no sólo de la literatura gay, sino de toda la narrativa mexicana. Enseguida del vampiro, otros autores que ya la habían abordado o lo hacían por primera vez, retomaron la homosexualidad masculina, animados por el camino que Zapata había trazado: José Joaquín Blanco, Luis González de Alba, José Rafael Calva, Jorge López Páez.
A estos narradores son quienes se ha convenido en identificar como quienes, desde sus particulares intereses, recursos y alcances literarios, redimensionaron el personaje masculino homosexual, estableciendo una nueva configuración del mismo, sacándolo del closet de manera definitiva. Como lo expone el mismo Zapata al hablar de El vampiro…, en esta novela es donde se planteó […] más concretamente la necesidad de presentar un personaje homosexual que no fuera el personaje típico, el que ha aparecido en el cine o en la literatura, ya sea ridiculizado como objeto nada más de burla, o bien desde un punto de vista como muy atormentado por su sexualidad. En este sentido el propósito de la novela era presentar un personaje libre, que ejerce su sexualidad, como le da la gana, sin culpas.
(Teichmann, 1987, p. 370). Esto se puede aplicar también a los otros autores, pues este afán desmitificador pudiera señalarse como una constante en sus obras. De esta manera, encontramos toda una galería de hombres que acompañaban en sus andanzas a Adonis García, que se movían por los insospechados vericuetos citadinos de ligue, que podían ser estudiantes serios y formales, policías, obreros, licenciados, jóvenes con novia, grandes magnates, hombres casados, etc. Un diverso elenco de representaciones que asombró al público lector por escapar a las representaciones prejuiciosas que habían prevalecido en la literatura mexicana anterior.
También se hicieron presentes, en la narrativa de José Joaquín Blanco, esos jotitos indefensos y victimizados por sus propios familiares y vecinos, que habitaban los paisajes paupérrimos de una ciudad oscura y ajusticiadora, que además padecían una doble discriminación por ser homosexuales y pobres. Junto a ellos surgieron también los hombres hiperviriles de Luis González de Alba, admiradores de la cultura helénica: las representaciones extremas de José Rafael Calva en Utopía gay (el hombre cisgénero embarazado) y El jinete azul (el respetable médico retirado que en la seguridad de su hogar era un amante sádico y antropófago).
En cambio, Jorge López Páez dirigió sus ánimos narrativos a aquellos hombres que asumían su deseo homoerótico pero a la vez debían ocultarlo en aras de conservar un apacible lugar en la sociedad que rechaza de manera sistemática cualquier manifestación sexual no hegemónica. Y en efecto, esta diversidad de representaciones parecía que había superado definitivamente esa imagen dual y estereotípica de la narrativa anterior: el hombre afeminado que era el divertimiento de la población, o el atormentado que vivía presa de la culpa y el remordimiento, que además en algún momento recibía su bien merecido castigo.
Estos cinco narradores (Zapata, Blanco, González de Alba, Calva, López Paéz) colaboraron a construir esa representación diversa, que además colaboraba de alguna manera a minar la prefiguración que había imperado. Parecía la ruta más viable y lógica: si la intención era socavar esa imagen del hombre débil, apesadumbrado, cuya sexualidad debía mantener siempre oculta, había que crear una serie de personajes de características radicalmente opuestas. Pero hoy, a la luz del reconocimiento de otras identidades que habían sido ignoradas, es posible hacer una relectura de estas obras y redescubrir que compartían cierta característica: una manifiesta homofobia internalizada, un rechazo contundente hacia la figura del hombre homosexual afeminado.
Con excepción de José Joaquín Blanco, cuya novela Las púberes canéforas, rechazaba determinantemente la estigmatización para convertirse en una crónica y todo un acto reivindicativo de la homosexualidad empobrecida de los barrios bajos. En El vampiro de la colonia Roma Zapata creó a Adonis García como un hombre cuyo aspecto varonil era el atractivo que le podía allegar más clientes, convencido que ser homosexual no debía implicar ningún afeminamiento. Lo rodeó de una diversa galería de personajes homosexuales, pero es cierto que en todos ellos hay una clara intención depreciativa hacia quienes no comparten este precepto de virilidad, y son vistos con una mirada condescendiente, más propia del rechazo que de la aceptación.
Incluso Adonis declara sin pudor alguno en un fragmento: “las locas son las que nos desprestigian a los homosexuales de corazón a los homosexuales serios je a los que no tenemos que andar gritando a los cuatro vientos que somos putos” (Zapata, 1984, p. 48). Los posicionamientos estaban declarados: en un extremo las locas, esas locas preciosas mencionadas por Blanco quienes, estoicas, resistían el “infierno totalizante” del repudio. Y en el otro “los homosexuales serios”, acaso como aquellos descritos por Juan José Arreola en La feria que sí “parecían hombres”. En los protagonistas de Utopía gay, José Rafael Calva trasladó las aspiraciones y obsesiones clasemedieras de una pareja heterosexual, incluidos los hijos, a la formada por dos hombres.
Esta pareja reproduce fielmente los roles familiares de un orden hegemónico: uno sale a trabajar porque es el proveedor, y el que se queda en el hogar es el criador. También aquí aparece el menosprecio hacia la conducta afeminada, que es sólo tolerada como una forma de diversión: De relajo está bien jotear, hasta yo a ratos porque es la terapia más divertida pero ¿las veinticuatro horas del día? A fuerza de resistirse a su homosexualidad y fingir aceptarse para sí mismos y justificar las propias debilidades acaban sintiéndose mujeres sin serlo en el mínimo sentido y como nenas o muñequitas reinas son el esperpento de sí mismos ante la impotencia de afrontarse. (Calva, 1984, 71).
Esta negación alcanza un nivel máximo cuando Carlos, el esposo proveedor, pretende que el descendiente que nacerá sea, por supuesto, un varoncito. También para Luis González de Alba, el de la homosexualidad debía ser indiscutiblemente un mundo masculino, fuerte, descuidado. Por ejemplo en el libro El vino de los bravos, donde en el cuento que da título al volumen hace una revisión de los hombres guapos que existen en el mundo: “Hay negros y mulatos que debieran ir siempre desnudos, rubios de antebrazos velludos y cejas infantiles sobre los ojos azules, morenos que abrirían en dos las aguas del Atlántico si se lo ordenaran” (González de Alba, 1983, p. 48).
Pero también están los que no son guapos, que “no conmueven salvo por el bulto enorme que llevan entre las piernas como si fuera un gato adormecido, los de brazos perfectos, los de piernas de gladiador, los de hombros poderosos” (González de Alba, 1983, p. 49). Esta reverencia hacia la postura masculina ruda, despojada de cualquier abalorio, también contiene una apología de aquellos lugares donde flota una sexualidad latente: barcos, baños de estaciones, cines, clubes, hostales. Todo esto siempre entre hombres viriles, lejanos a esa "pegajosa femineidad de la concurrencia masculina". Esta búsqueda de un mundo absolutamente masculino se consuma en la novela Agapi mu, donde el protagonista al cabo de una decepción amorosa decide huir al Monte Athos, una de las tres penínsulas griegas que se internan en el Mar Egeo, un estado teocrático independiente donde está prohibida la entrada de cualquier hembra.
Los personajes homosexuales en la obra de Jorge López Páez no alcanzan el nivel superlativo de González de Alba, y su virilidad responde más a cierta mimetización en una sociedad homófoba. Se pueden permitir ser “delicados y finos”, siempre y cuando esta delicadez no llegue a alterar la imagen de hombre “respetable”, y muchos son hombres casados o mantienen algún compromiso formal con una mujer. Pero aun cuando los personajes femeninos son importantes para completar esa doble vida de los personajes masculinos, en general las mujeres en la obra de López Páez son vistas casi como elementos decorativos.
Con la excepción, por supuesto, de su cuento más celebre donde doña Herlinda es sin duda el centro de la narración, quien dirige y manipula el rumbo de los otros personajes (el hijo, su esposa, y el amante del hijo). Pero la gran mayoría de estos personajes femeninos sólo colaboran a que los hombres puedan dar curso a su pasión homosexual. Por ejemplo en el cuento “La Primavera”, del libro De Jalisco las tapatías, una ingenua muchacha acecha a una pareja de amigos, quienes la evaden para disfrutar su “amistad” a solas, y al final se contenta con estar cerca de ambos, concluyendo que de cualquier manera ninguna otra mujer le hará competencia por su compañía.
O en "Raúl Ballesteros", que también aborda una amistad viril ambigua: dos jóvenes, amigos desde la infancia, tienen un altercado cuando se confiesan que han pedido en matrimonio a sus novias. Todo termina en un duelo en el que de manera misteriosa matan a un tercero y ambos son encarcelados, para que en la prisión, paradójicamente libres de compromisos, esa amistad se fortalezca. Estos cinco narradores conforman lo que podríamos señalar como el canon de la literatura homosexual en México. Son autores cuya obra fue de importancia capital para que, después de casi siete décadas de una representación prejuiciada y estereotípica, se construyera por fin una configuración franca de la homosexualidad.
La novedad y la pertinencia de sus obras, sobre todo en ese periodo que corre de 1979 hasta mediados de los 90, es indudable. Acaso esto mismo fue también lo que impidió en su momento tener una justa apreciación de todo lo que implicaban estas entonces nuevas percepciones de la pasión homoerótica. Pero hoy a la luz de nuevas actitudes y rutas analíticas, podemos reconsiderarlas y, sin menoscabo de su valía literaria o su importancia sociocultural, releerlas y ubicarlas en una dimensión más ajustada a la visión que necesitamos en el siglo XXI.
Referencias
Blanco, J.J. (1981). Función de medianoche. Era.
Blanco, J.J. (1983). Las púberes canéforas. Océano.
Calva, J.R. (1984). Utopía gay. Oasis.
Calva, J.R. (1985). El jinete azul. Katún.
González de Alba, L. (1983). El vino de los bravos. Katún.
González de Alba, L. (1993). Agapi mu. Cal y Arena.
López Páez, J. (1993). Doña Herlinda y su hijo. Fondo de Cultura Económica.
Teichmann, R. (1987). De la onda en adelante (conversaciones con 21 novelistas mexicanos). Posada.
Zapata, L. (1984) El vampiro de la colonia Roma. Grijalbo
Graciasss/salutsexual.sidastudi.org/inmagic-img/DD84790.pdf
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