DIDIER ERIBON

MI CUESTIÓN GAY
 
Se editó en castellano Regreso a Reims, el libro donde Didier Eribon analiza en clave autobiográfica los mojones íntimos y sociales del derrotero gay desde la injuria originaria. El autor ha venido a la Argentina a presentar el libro.
 
Por Daniel Gigena
26 de junio de 2015
 
“¿Cuántas veces me trataron de ‘puto’ u otras palabras equivalentes? No sabría decirlo. Desde el día en que lo conocí, el insulto nunca dejó de acompañarme. Ah, cierto, lo conocía desde siempre... ¿Quién no lo conoce? Se lo aprende cuando se aprende a hablar.” En su ensayo autobiográfico recientemente publicado en español, el sociólogo, ensayista y filósofo Didier Eribon (1953) retoma en primera persona algunas de las temáticas sobre la “cuestión gay” que él había analizado en obras de escritores y filósofos como Oscar Wilde, Jean Genet o Michel Foucault.
 
En Regreso a Reims —su autobiografía convertida en “un análisis histórico y teórico anclado en una experiencia personal”— distintos aspectos de su obra teórica comienzan a amalgamarse de manera narrativa: la vergüenza social unida a la vergüenza sexual de los gays, la homosexualidad como un efecto de discurso, las estrategias para sobrevivir a la injuria, la “desventaja epistemológica” de gays y lesbianas ante los heterosexuales, las fisuras entre la militancia política y la identidad homosexual, los condicionantes sociales de la subjetividad.
 
A diferencia de los magistrales ensayos Reflexiones sobre la cuestión gay y Una moral de lo minoritario, en Regreso a Reims se entrecruzan recuerdos familiares, lecturas, amores adolescentes en una ciudad de provincias, su paso por el trotskismo, la convivencia en barrios populares de los suburbios y, en orden cronológico, diversas instancias de la educación formal. Fueron esas instancias las que le permitieron a Eribon, como él dice, huir de la familia, de Reims y del destino social asignado a la clase obrera: “Para un joven gay, y sobre todo para un joven gay proveniente de medios populares, la adhesión a la cultura constituye frecuentemente el modo de subjetivación que le permitirá sostener y dar sentido a su ‘diferencia’ y, por ende, erigirse un mundo”.
 
Un autor multidimensional
 
“Este es un libro sobre los barrios obreros, sobre el sistema escolar y la violencia que ese sistema ejerce sobre los niños de las clases populares, sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres, acerca de la vida en la fábrica, sobre el acoso sexual, que mi madre soportaba de parte de sus patrones en su juventud, cuando ella era una empleada doméstica. Este no es un libro sobre mí, éste es un libro sobre ellos”, declaró Eribon en 2009, cuando su libro se publicó en Francia. Pasaron más de cinco años y Libros del Zorzal —en una traducción impecable de Georgina Fraser, que parece haber captado el murmullo de la voz del autor cuando éste acompasa observaciones íntimas con exhaustivos análisis sociológicos— presenta una cuidada versión en español.
 
Ernesto Meccia, sociólogo y docente universitario, autor de Los últimos homosexuales, comenta: “Didier Eribon es el escritor más dramático sobre los prolongados y muchas veces irremovibles efectos de las humillaciones sociales. Dice que la identidad gay es ‘irrealizable’ debido a la omnipresencia de una injuria primigenia que inunda la subjetividad de los gays. En estas condiciones, el famoso coming out no puede ser sino un lento e inacabado proceso de lucha contra un sinnúmero de comings in, es decir, de acciones de ocultamiento seguidas a paralizantes sensaciones de vergüenza.”
 
No obstante, en Regreso a Reims se advierten modulaciones literarias explícitas, y si bien Eribon no abandona a Sartre, Bourdieu o su amado Foucault (sobre quien escribió una biografía colosal), elige episodios de obras de varios novelistas para confirmar o enriquecer su propia experiencia, sin por eso transformarla en una evidencia irrecusable. Ellos son, también, de lectura imprescindible: Annie Ernaux, James Baldwin, John Edgar Wideman, no casualmente, una mujer escritora y dos escritores negros.
 
En este sentido, Meccia señala de qué modo se vinculan en la obra de Eribon las determinaciones sociales con la subjetividad. “Eribon es un autor multidimensional: la trabajosa salida del closet es más ardua cuando en las personas la vergüenza sexual se mezcla con la vergüenza social, es decir, cuando el marcador social ‘gay’ es paralelo a otros marcadores sociales estigmatizantes, como la raza, la clase social o los orígenes sociales.”
 
Regreso a Reims es un caso ejemplar de esta saturación de “marcadores sociales” en la fabricación de identidad, ya que el protagonista, el propio autor en sus años como estudiante de liceo y, luego, de la universidad, escapa por un lado del destino social proletario (al que, en un movimiento defensivo, idealiza y desprecia al mismo tiempo) y también del derrotero homosexual clandestino o vergonzante. Como escribe hacia el final: “... la homosexualidad exige encontrar una salida para no sofocarse”.
 
Regreso a Reims. Didier Eribon Libros del Zorzal
 
En el libro, Eribon cuenta que empezó a escribir su autobiografía después de la muerte del padre, a quien había dejado de ver por años, a quien detestaba (algunas anécdotas dan a entender por qué). En conversaciones con su madre, destacado personaje informante en el proceso de producción del libro, reconstruye el pasado de sus antepasados.
 
Así como el sociólogo intenta comprender diferentes factores —por qué los obreros franceses votan por el partido de Le Pen, por qué el racismo se extiende fácilmente en las clases populares, de qué modo la izquierda desempeña un papel neoconservador en las sociedades contemporáneas—, también trata de desentrañar la razón de su odio por el padre.
 
Lo que descubre en ese esfuerzo es revelador: detrás del odio (o “después” del odio), lo que queda es dolor. El libro también es un manual de supervivencia en territorios hostiles, como suele ser incluso el propio pasado.
 
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ELOGIO DE LA INMADUREZ
 
Alejandro Modarelli
19 Ene 2018 
 
La melancolía en Didier Eribon y algunos apuntes sobre la infancia eterna de las locas.
 
A través de buena parte de su obra (y de manera muy directa en Regreso a Reims y La sociedad como veredicto) Didier Eribon analiza su propia biografía, es decir una historia singular, y a medida que la escribe la convierte en constelación de pasados en el que cada uno de nosotros, como colectivo, reclama un derecho de pertenencia. No hay momento de la larga reflexión del sociólogo que no sea, a la vez, un recuerdo de quienes también sentimos la experiencia de la humillación, el exilio de las normas, la extrañeza dentro de los ámbitos familiares propios o ajenos, la zozobra que adviene con el final de la juventud.
 
O de ese momento en que uno se autoflageló al pensar que “la vida del heterosexual es menos complicada”, o que fue llevado en la adolescencia por un psicólogo homofóbico a decirse que debía aprender a vivir con un vacío permanente, como si esa presencia a veces lacerante de una falta irreparable no perteneciera a cada ser humano, y no solo a los raros como yo. 

Me alivió que, en La sociedad como veredicto, la inmadurez que tantas veces el saber clínico y familiar nos reprocha a las locas sea resignificada por Eribon en un territorio delicioso y de cierta manera salvífico. Ese “detrás del espejo”, empiezo ya a dilucidar, nos salva a menudo del envejecimiento mustio de la mayoría de los heterosexuales, y me parece que a través de él encontramos maneras creativas de sustraernos al dolor del veredicto social, e incluso, para muchos, lograr mantener viva la llama de la aventura sexual, hasta que el médico desconecte el mierdoso respirador.
 
O, no obstante moribundas, hagamos piruetas y bromas obscenas con las amigas en una clínica del cáncer, como Pedro Lemebel en Santiago de Chile justo en estos días del mes de enero, pero de hace ya dos años. “En la misma edad biológica, un heterosexual y un gay no tienen la misma edad social ni la misma edad psicológica”, escribe Eribon. Me encanta la hipótesis. 
 
La edad de las locas es una manera interesante de inadaptación social. Un homosexual está desplazado, escribe Eribon, en todos los sentidos de la palabra. Una capacidad de engañar al calendario de la desdicha profetizada. O de reírnos de la dignidad que nos toca asumir dentro de alguna institución egregia, como un juez supremo que desfiló con un turbante a lo Garbo en la intimidad de un cuarto de hotel, simulando peluca señorial. No en balde durante la dictadura engañábamos a la cana simulando ser artistas de varieté.
 
Nadie más listo que nosotras en el oficio de revelar el lado absurdo de las situaciones y la pedorrada de los roles. Es que por obra de la inadaptación originaria comprendemos mejor que otros la ironía inagotable de la fatalidad; un saber que nació apenas advertimos de chiquitos que no hay acontecimiento feliz que no esté habitado ya por la muerte. Que en medio de la algarabía de la mesa familiar está escondido el cadáver de un niño, el nuestro. Y que llegará el momento de desenterrarlo, porque nos acompañará siempre.
 
Lo conservamos así, a modo de fantasma recurrente, y volverá a llorar cuando nos invada la agobiadora depresión del narciso, y volverá a la vez a arrancarnos de ese lastimoso ensimismamiento, llevándonos a la busca de lo Otro. Un niño cuya función es un pharmakós: se bifurca en melancolía y joda, según sus propios tiempos. 
 
Contrariamente a lo que se convino en aceptar, no creo que las libertades o la cierta aceptación social en las que crece hoy una mariquita le evite experimentar sentimientos de humillación y de vergüenza, por más que no atraviese situaciones como las que nos tocó vivir a las mayores. El Huffingpost, hace muy poco, publicó un artículo sobre “la depresión gay”, donde, a través de algunos casos, el autor concluye que las nuevas generaciones, aunque crezcan en otro contexto sexual y social mucho más libre, o se muden a espacios donde tratan de olvidar las ataduras familiares, transportan y perpetúan en su interior el mundo social de aquellos que, dentro del colectivo, los precedieron y, por tanto, de manera clandestina, los efectos traumáticos de la dominación y la vergüenza. 
 
En los momentos más álgidos, cuando flotamos en el estanque como una Ofelia, el cadáver del niño de la melancolía y el abandono se apodera de nuevo de las muchachas en flor. Y no hay Instagram ni Grindr que sacie. En cuanto a mí, cada vez que no consigo identificar las causas de una tristeza persistente y el origen de ese sol negro que me atrapa, quito de la sepultura al niño. Lo saco a bailar y a reír. Que maduren otros, me digo; yo prefiero volar con ese ángel vuelto comedia.
 
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