Texto
leído en las III Jornadas de Investigación sobre III Jornadas de Investigación
sobre desobediencias sexuales, prácticas artísticas y agenciamientos
colectivos. ¿Qué nos ofrece la vergüenza? Facultad de Bellas Artes, Universidad
Nacional de La Plata, 2014
Fernando Davis
I
«GRECO PUTO». En 1954 el artista argentino Alberto Greco escribía esta frase en las paredes de baños públicos de París, junto a dibujos y «grafitis obscenos» (Rivas 1992, 182). En junio de ese mismo año, Greco había viajado a la capital francesa con una beca del gobierno de ese país, con el propósito de ampliar sus estudios de pintura, que había iniciado en Buenos Aires. Durante su estancia en París subsistió mediante la compraventa de objetos usados y con el poco dinero que obtenía de la venta callejera de acuarelas y gouaches y la adivinación del porvenir (Rivas 1992, 262).
Las inscripciones en los baños que entonces frecuentaba, lugares de encuentro e intercambio sexual entre hombres conocidos en la jerga homosexual como «tazas» o «teteras» (Huard 2012), formaban parte de la trayectoria nómade que estas actividades involucraban.
Inscripta en la cartografía móvil del deambular marica por las calles parisinas, cuyos derroteros Greco relataba ese mismo año en una larga carta a su amigo, el crítico y periodista Ernesto Schoo (Greco 1992a, 184- 186), la reiterada marca en los baños trazaba un gesto crítico que, si en un sentido es posible interpretar como apropiación e inversión queer de la injuria homofóbica, a la vez constituía, en el contexto francés, un desplazamiento cuir de la lengua a través del cual la marica argentina torsionaba desafiante e incómodamente la doble marcación de su cuerpo como puto y extranjero.
Toda la producción de Greco aparece atravesada por la experiencia del viaje, por las condiciones de extravío y discontinuidad que supone el viajar, en cuanto desplazamiento geográfico y simbólico en el que las coordenadas que referencian y ordenan el paisaje cotidiano se ven afectadas y desorientadas en la estabilidad de sus marcos de sentido, pero también por la deriva dislocatoria del artista migrante que no solo desplaza en el viaje sus rutinas domiciliadas, sino que a la vez descentra y trastorna las del lugar de destino.1
1 Entre 1954 y 1956 Greco se instaló en París. En octubre de 1955 viajó por Italia y Austria y en 1956 fue a Arlés y Londres. Ese año regresó a Buenos Aires y en 1957 se fue a Brasil, primero a Río de Janeiro y en 1958 a São Paulo. En 1958 volvió a Buenos Aires, donde permaneció hasta finales de 1961, cuando realizó un nuevo viaje a París. Durante 1962 vivió en París, pero también visitó las ciudades italianas de Génova y Venecia y se instaló más tarde en Roma. En 1963 se asentó en Madrid, alternando su estancia por períodos con el pueblo de Piedralaves, en Ávila. Ese mismo año viajó también a Lisboa, Galicia y París. En 1964 vivió en Madrid, viajó a Canarias, a Buenos Aires y, a final de año, a Nueva York. En mayo de 1965 volvió a España. Viajó a Ibiza, Madrid y Barcelona, ciudad en la que se suicidó en octubre de 1965.
Incluso cuando viajaba a París para estudiar pintura, Greco estaba muy lejos de asumir sin conflicto sus repertorios estéticos y formales; por el contrario, para él se trataba de incidir en dicha escena (como en cualquier otra) descolocándola y afectándola revoltosamente en el tráfico nómade que las condiciones del viaje habilitaban, al tensionar y hacer friccionar conflictivamente los signos del «centro» con los de la «periferia».2
2 Ana Longoni llama a descolocar la estabilidad normada del esquema centro-periferia — actualizado una y otra vez en la historización de los viajes de artistas— desde la pregunta «¿Por qué no repensar la migración a París (o a Nueva York) de los latinoamericanos ya no por lo que más tarde llevan de regreso a sus lugares de origen, lo que “difunden en la periferia”, sino por lo que trastornan en el propio centro, por las formas de pensarlo y pensarse en él?» (2010, 116-117).
A la doble experiencia de extrañamiento y descentramiento que comporta todo viaje, la deriva callejera del cuerpo homosexual superpone una cartografía libidinal que desafía y desplaza, en el promiscuo nomadismo de los itinerarios que traza y desarma torcidamente, la circulación regulada de los cuerpos que el orden reglamentado (heteronormado) de la ciudad administra y disciplina.
Si «lo que caracteriza al espacio público en la modernidad occidental es ser un espacio de producción de masculinidad heterosexual» (Preciado 2008a), la deriva marica hace de la calle un «espacio de circulación deseante, de “errancia sexual”» (Perlongher 1993, 76), que interrumpe y desorganiza las mecánicas de poder por medio de las cuales la arquitectura urbana opera en la producción disciplinaria de la masculinidad hegemónica.
En este sentido, José Miguel Cortés ha caracterizado al gay que deriva por la ciudad como un «flâneur perverso que pasea sin rumbo» buscando «novedades y acontecimientos» (Cortés 2006, 162): Su experiencia le convierte en un privilegiado observador que todo lo ve y todo lo conoce de una ciudad que parece no tener secretos para él […] Caminar por la ciudad es una forma de práctica cultural, una manera de transformar la abstracta y objetiva geometría que organiza las calles y las plazas en una configuración personal del espacio ciudadano. (Cortés 2006, 162-163)
La apropiación y ocupación de determinados espacios por parte de los homosexuales como lugares de encuentro y socialización constituye una estrategia política que desafía la hegemonía heteromasculina de las ciudades y las mecánicas disciplinarias que trabajan en la construcción y reproducción heteronormada de los cuerpos. La práctica de la deriva opera, en la errancia deseante del yirar3 marica, como apoyo a «redes de sociabilidad “alternativas” respecto de la cultura oficial, “desviadas” o marginales con relación a la norma social mayoritaria, nómades a partir de los módulos de heterosexualidad sedentaria» (Perlongher 1993, 93).
3 Yirar es un término del lunfardo argentino que significa andar, vagar o deambular por las calles. Fue utilizado popularmente para hacer referencia a la prostitución callejera. La apropiación del término en los homosexuales alude a la práctica de la deriva gay en las calles.
En los descentramientos que habilita, la deriva desterritorializa, pero también traza e inventa territorios. Así, el deambular del flâneur marica moviliza la creación disidente de contraespacios, territorios que se inventan en el mismo momento en que son habitados, espacios queer que desorganizan y traicionan la productividad disciplinaria de los espacios construidos y sus marcaciones identitarias estables. No se trata, por lo tanto, de lugares delimitados y perfectamente reconocibles de la ciudad.
Los «espacios queer» suponen una «actitud de apropiación» de la ciudad que desafía y desarma la autoridad normalizada del trazado urbano, volviéndose una estrategia «para la permanente idea de autoconstrucción» (Cortés 2006, 203). En 1963, luego de verse obligado a huir de Roma por el escándalo y la intervención policial con que concluyó su iconoclasta e irreverente obra de teatro Cristo 63 (una provocativa parodia de la pasión de Cristo, caracterizada por la prensa como una «representación teatral blasfema y pornográfica» [Rivas 1992, 208]), Greco viajó a Madrid y más tarde se estableció una temporada en el pueblo de Piedralaves, en la provincia española de Ávila.
Allí realizó el Gran manifiesto-rollo arte Vivo-Dito, un largo rollo de papel de unos 300 metros por 10 centímetros, con collages de fotografías e imágenes publicitarias intervenidas, manchas y dibujos en tinta de cuerpos abyectos, escrituras, anotaciones diversas y fragmentos de conversaciones. Un artefacto inclasificable que inscribía y hacía proliferar en su propio cuerpo escritural el tránsito nómade y queer de la deriva, infectando promiscuamente el collage y el dibujo con la literatura, el objeto con el señalamiento, el manifiesto con el relato autobiográfico.
En la mutabilidad desterritorializante de las fugas y torsiones que habilitaba revulsivamente, el Gran manifiesto-rollo hacía del tráfico y diferimiento de representaciones e identidades su operatividad poético-crítica. Entre los apuntes del rollo, Greco presentaba una sintética y apretada genealogía de sus Vivo-Dito, citando entre los tempranos antecedentes de dicha intervención las «firmas» realizadas en las teteras parisinas en 1954: «Firmé paredes, objetos, calles y baños de París» (Rivas 1992, 224).
Greco acuñó el término Vivo-Dito en 1962. En marzo realizó la «Primera Exposición de Arte Vivo» en las calles de París, firmando, señalando y rodeando con un círculo de tiza a personas, objetos y situaciones. En julio empapeló las calles de Génova, Italia, con su «Manifiesto Dito dell’arte Vivo»:
El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle […] Deberíamos meternos en contacto directo con los elementos vivos de nuestra realidad: movimiento, tiempo, gente, conversaciones, olores, rumores, lugares, situaciones. (Greco 1992b, 207)
Flâneur puto y «dandy lumpen» (Trerotola 2011), Greco llamaba a desorganizar y extrañar los sentidos normalizados mediante el señalamiento de los cuerpos y el entorno. El arte desbordaba sus cercos institucionales para extenderse a la vida y volverse una estrategia desde donde afectar y transformar las lógicas naturalizadas del cotidiano.
El término Vivo-Dito concentraba esta apuesta. Así lo definía Greco: «“Vivo”, de vivencia y “Dito”, de dedo, acción de señalar, de mostrar. Es, sobre todo, una actitud artista más que una serie de normas estéticas» (Rivas 1992, 206). Unos meses antes de la publicación de su manifiesto, Greco asistió a la inauguración de la exposición «Antagonismes 2. L’Objet» en el Musée des Arts Décoratifs de París, portando un cartel como «hombre sándwich» con la leyenda «Alberto Greco, obra de arte fuera de catálogo».4
4 En la exposición participaba Yves Klein, a quien Greco le pidió prestado el bolígrafo para firmar dos obras de Arte Vivo: «una duquesa y un mendigo» (Rivas 1992, 206).
No era la primera vez que Greco se presentaba a sí mismo como obra. Por entonces se hizo hacer una tarjeta personal con el texto «Alberto Greco. Objet d’art» (Rivas 1992, 206). En 1960, en una fiesta en Buenos Aires en la casa-taller de la artista Lea Lublin, se desnudó y cubrió de pintura negra, haciendo de su propio cuerpo «superficie pintada y “pintante”» (Longoni y Davis 2013, 10), mientras proclamaba: «Estoy haciendo conmigo mismo una obra» (Rivas 1992, 192).
El desafuero de los límites del arte que esta acción agitaba puede leerse en continuidad con la «disolución de la pintura-pintura» que Greco había iniciado en 1959 con su serie de pinturas negras, «telas y maderas en las que el óleo trabaja con agregados de brea, orina, exposiciones a la lluvia y el viento» (Pacheco 2007, 21).
Si para Greco eran importantes las posibles «reacciones orgánicas de la materia» y los «resultados inesperados» que él aducía obtener mediante estas intervenciones en sus cuadros (García 2011, 53), el orinar sobre ellos —e invitar a sus amigos a hacerlo— introducía en el proceso de producción de las obras una acción del cuerpo que, a diferencia del trabajo de la mano que al pintar dispone y controla la materia sobre la tela, ingresaba a través de sus desechos, del trabajo imprevisible y no controlado de un fluido que remite a lo abyecto, a lo que el cuerpo expulsa o excreta —para modificar o volver inestable el cuerpo de la pintura misma—, pero también a las resonancias homoeróticas del mear público en mingitorios y teteras.
En este marco, ¿cómo interpretar el «fuera de catálogo» que Greco portaba sobre su cuerpo unos años más tarde en el museo de París?, ¿era solo una forma de señalar su no inclusión en la muestra?, ¿constituía su provocativo gesto, también él mismo «fuera de catálogo», un tipo de intervención crítica cuya radicalidad venía a desmarcarse de las obras que la exposición presentaba? y en tal sentido, ¿no era precisamente esta operación radical incómoda e insolente la que, de alguna manera, venía a justificar su posición marginada como «fuera de catálogo»?
Al autopostularse como obra de arte en el contexto de una exposición, Greco también parecía señalar —en un poderoso desplazamiento de la operación crítica abierta por el ready-made duchampiano— las mecánicas del mismo dispositivo institucional, presentándose como un cuerpo-obra disponible y, por lo tanto, susceptible de inscribirse (en un gesto no exento de autopromoción) en las dinámicas de intercambio y consumo del arte.
En varias de sus intervenciones y obras, Greco movilizó irónicamente, en torno a su nombre o a su firma, la relación entre mercancía, deseo y consumo. Así, por ejemplo, en 1961 cubrió las paredes de Buenos Aires con carteles con las consignas «Greco, qué grande sos» y «Greco: el pintor informalista más grande de América», y tres años más tarde realizó una serie de collages con imágenes publicitarias en las que su nombre reemplazó la marca y el eslogan de productos como cigarrillos («GRECO, claro que me ha conquistado») o jabón para la ropa («Yo también me he cambiado a GRECO»).
Incluso sus firmas «GRECO PUTO» en los baños de París parecen anticipar tempranamente esta referencia al cuerpoobra del artista como objeto deseable. Pero ¿es posible aproximarnos también a la intervención de Greco como un gesto que señala la condición «fuera de catálogo» de su propio cuerpo, en cuanto cuerpo que se presenta como fuera de la norma?, ¿no constituye su acción un tipo de operación crítica que señala el lugar de la norma dominante en la producción y marcación disciplinaria de los cuerpos y, en el mismo gesto, tuerce o desvía dicha inscripción al hacer del propio cuerpo un lugar de enunciación política desde donde desacatar la autoridad reglamentada de la norma y sus ordenamientos de poder?
Para decirlo de otro modo, me parece posible pensar el «fuera de catálogo» de Greco como un gesto de contraproductivización crítica que opera politizando el cuerpo, desafiando las mecánicas de poder con que la biopolítica moderna produce al homosexual o al vago como cuerpos improductivos. 5
5 La idea de contraproductivización parte de la concepción del poder de Michel Foucault, para quien el poder es fundamentalmente productivo (el poder produce cuerpos, subjetividades, efectos de verdad). En el análisis foucaultiano no existe un «afuera» del poder, sino resistencias que operan en el interior del poder, mediante estrategias de contraproductivización o formas de contradisciplina que desvían, impugnan, tuercen, desplazan, interrumpen, su productividad disciplinaria. Véase Foucault (2008 [1976]).
Un cuerpo marica-lumpen-migrante que irrumpe sin permiso en la inauguración de una exposición descatalogándose, descalzándose desobedientemente de su marcación biopolítica. El «fuera de catálogo» de Greco implicaba, así, una práctica de descentramiento queer del cuerpo para volverlo espacio disponible desde donde desacatar su producción disciplinaria.
Una apuesta que las intervenciones en las pinturas negras y la citada acción en la casa-taller de Lea Lublin inauguraban. No eran solo los límites de la pintura que abandonaba el soporte tradicional del cuadro lo que allí estaba en juego. Estas experiencias de Greco eran a su vez una poderosa pregunta sobre los límites del cuerpo y una impugnación radical de su «verdad»: la introducción de las marcas de lo contingente, con la que Greco desafiaba los cercos disciplinarios de la práctica pictórica, era también una apuesta por hacer de su cuerpo (y del de otros) un territorio político desde donde desafiar la norma y movilizar la invención de otras existencias posibles.
Esta relación entre pintura y cuerpo vuelve a estar presente en una serie de fotografías que Greco se hizo tomar en Roma, vestido de monja, en diciembre de 1962, a un año de su exposición «Las Monjas», un conjunto de obras informalistas que mostró en la Galería Pizarro de Buenos Aires. 6
6 Sobre esta relación véase también Riccardi 2008.
En la secuencia de fotos, Greco aparece con los típicos ropajes religiosos, el hábito y la cofia sobre la cabeza, en actitudes piadosas y con barba.
La estabilidad normada de la pose es estallada irreverentemente en el montaje drag que descoloca los encuadres de sentido que la pautan y hacen pensable. El nombre con el que Greco se presenta en estas fotos, Albertus Grecus XXIII — en una obvia e insolente alusión al Papa Juan XXIII, elegido unos años antes— traza un desplazamiento del nombre propio correlativo a la construcción performativa de la pose.
La serie de fotos no solo apuntaba a desafiar la autoridad del dogma religioso, sino que, a la vez, llamaba a desacatar —alegre, revoltosamente— los regímenes de poder que trabajan en la construcción disciplinada de los cuerpos, para hacer de su desterritorialización queer, nómade, la condición de posibilidad de corporalidades y procesos de subjetivación disidentes.
En las fotos, Greco hacía cuerpo el gesto de desafuero de los límites de la pintura que la exposición de sus obras informalistas de 1961 auspiciaba. El desacato del cuerpo pictórico en «Las Monjas», devenía en desacato del cuerpo del artista.
II
¿En qué sentido la interpelación de las revulsivas prácticas de Greco que estoy proponiendo puede servirnos como punto de partida para pensar una contraescritura queer en el arte?
En primer lugar, cabe observar que cualquier pregunta por lo queer en el arte no puede pasar por alto el hecho de que lo queer, en los últimos años, viene siendo llamado a integrarse sin conflicto en una historia del arte cuyos presupuestos heterocentrados, sin embargo, se mantienen inamovibles.
En este sentido, una interpelación queer de la historia del arte, más que articularse como mero reclamo por la incorporación de aquellos “contenidos” marginados o silenciados en las trayectorias de sentido diagramadas por los relatos historiográficos canónicos, debería apuntar, en primer lugar, a interrogar y poner en cuestión los lógicas de poder / saber que legitiman y hacen posibles los trazados de autoridad de dichos relatos, interrumpiendo y desmontando las mecánicas naturalizadas a través de las cuales el orden heterosexual (entendido como régimen político) trabaja pautando y administrando la dinámica de lo posible en la escritura del arte.7
La teoría y la historia del arte constituyen tecnologías sexopolíticas que producen, entre otros efectos, “ficciones somáticas” (Preciado 2008b, 84), cuerpos y subjetividades sexogenéricas.8
Una interpelación cuir de la historia del arte como la que propongo, está muy lejos de la simple enumeración de nuevos contenidos o de la presentación de un repertorio de temas sobre “desobediencias sexuales” -que vendrían a integrarse, como alteridad sin conflicto, en los relatos ya consagrados de la historiografía canónica- o del llamado a develar (en una suerte de “salida del armario” del arte) una supuesta “verdad” identitaria de las obras de artistas gays o lesbianas.
No se trata, en tal sentido, de hacerles un lugar a las disidencias queer / cuir en las narrativas establecidas de la historia del arte -para “completar” sus vacíos o “corregir” sus olvidos-, ni de reclamar reivindicativamente una posición -como arte “gay”, “lesbiano” o “trans”- en sus relatos.
Por el contrario, importa desarmar los trazados de autoridad de las epistemologías dominantes que articulan tales narrativas, en lo que visibilizan y hacen pensable, pero también en lo que obturan, cancelan, expulsan, silencian o, incluso, en lo que vuelven ininteligible, en lo que no posibilitan pensar.
De lo que se trata, entonces, es de disputar los sentidos instituidos de las historiografías hegemónicas para abrir la prolija geografía de sus relatos normalizados a las porosidades y accidentes no solo de sus sentidos obliterados, apenas pronunciados o violentamente silenciados, sino también de aquellos impensados o inimaginados. Lo queer / cuir constituye, así, una estrategia de escritura que posibilita interrumpir y desmontar las narrativas de la escritura del arte en sus trayectorias (hetero)normadas. 9
7 La heterosexualidad constituye un régimen político, tal como ha sostenido la activista y escritora lesbofeminista Monique Wittig, en su ensayo “The Straight Mind” de 1978: la heterosexualidad involucra “una interpretación totalizadora a la vez de la historia, de la realidad social, de la cultura, del lenguaje y de todos los fenómenos subjetivos” y una “tendencia a universalizar inmediatamente su producción de conceptos, a formular leyes generales que valen para todas las sociedades, todas las épocas, todos los individuos” (2006, 51-52).
8
La noción de sexopolítica, tal como la define Paul B. Preciado, constituye “una
de las formas dominantes de la acción biopolítica en el capitalismo
contemporáneo. Con ella el sexo (los órganos llamados ‘sexuales’, las prácticas
sexuales y también los códigos de la masculinidad y la feminidad, las
identidades sexuales normales y desviadas) forma parte de los cálculos del
poder, haciendo de los discursos sobre el sexo y de las tecnologías de
normalización de las identidades sexuales un agente de control sobre la vida”
(2002, 231).
9 En
este sentido, Douglas Crimp ha señalado que lo queer permitiría “contrarrestar
tanto la normalización de la sexualidad como la cosificación de la genealogía
de la vanguardia por parte de la historia del arte” (2005, 174).
Un dispositivo nómade, una práctica de la deriva, que trabaja en lo intersticial, productivizando la falla y haciendo proliferar una micropolítica del tráfico y del saqueo (de imágenes, de signos, de relatos), mediante “una arqueología de los maquillajes y una filosofía de los cuerpos, para proponer una elaboración de metáforas más productiva que cualquier catalogación excluyente” (Campuzano 2008, 8).
La escritura, desde este punto de vista, opera como “lugar de contrapoder frente a los lenguajes hegemónicos” (flores 2013, 55), como práctica de desterritorialización que apunta a “desestabilizar o desprogramar desde los márgenes” (Acosta 2014), abriendo fugas y discontinuidades críticas que tensionan y estallan sus bordes disciplinarios y sus amarres de sentido naturalizados y la fuerzan a salirse de sí, a trabajar contra sí misma (contra su potencial domesticación).
Una contraescritura queer/cuir es un artefacto migrante que hace proliferar en su propio cuerpo “devenires minoritarios” (Deleuze y Guattari 2008, 291) que la descolocan y extrañan,10 agitando la pregunta que Deleuze y Guattari se hacen a propósito de la “literatura menor”: “¿Cómo volvernos el nómada y el inmigrante y el gitano de nuestra propia lengua?” (Deleuze y Guattari 1990, 33). Se trata de una escritura que deja “actuar la mala voluntad”, en el sentido que Foucault piensa el trabajo de Deleuze, como apuesta por liberarse del sentido común y pensar “diferencialmente la diferencia” (Foucault 1999, 29).
10 En su condición “minoritaria”, los devenires escapan a los ordenamientos previstos en las solicitaciones de congruencia reclamadas a las identidades y potencian la activación micropolítica de nuevos procesos de subjetivación.
Este trabajo de desterritorialización apunta no solo al desmontaje de las lógicas de poder/saber institucionalizadas, sino a habilitar territorios de libertad (contraespacios, “heterotopías”, para Foucault) desde donde es posible liberar las diferencias e inventar otros posibles. En este punto, la escritura queer/cuir se presenta como articulación resistente a las políticas de la transparencia que las industrias de la subjetividad y el mercado globalizado expanden a escala planetaria, confrontando la cadena de productivización disciplinaria a través de la cual la máquina capitalista produce, administra y hace visibles las diferencias.
En una de las pocas fotos que existen de sus Vivo-Dito realizados en Madrid en 1963, Greco aparece trazando un círculo de tiza, pero no alrededor de otra persona o de un objeto, como era usual en su práctica, sino delimitando un espacio vacío en la vereda. En la precariedad de la línea de tiza, en su existencia efímera, casi invisible, el “Vivo-Dito vacío” de Greco dispone un espacio otro que interrumpe o extraña el orden normalizado del cotidiano.
Es posible pensar el Vivo-Dito vacío como un espacio queer, un contraespacio que interpela el orden disciplinario de la ciudad y, a la vez, interroga políticamente el silencio, recorta un territorio (transitorio) y mantiene pulsante en ese gesto la pregunta por aquellos posibles que la disciplina urbana excluye o vuelve impensables. Pero la acción de Greco es también una incitación a inventar esos posibles, desafiando las mecánicas de poder a través de la cual la arquitectura de la ciudad nos produce políticamente como sujetos.
En este gesto de Greco encuentro una clave para pensar las políticas cuir en la escritura del arte. Una contraescritura cuir que apueste a interpelar el silencio para extraer de su espesor, más que la mera constatación de las historias no nombradas, el obstinado e incómodo pulsar de aquellas subjetividades disidentes que se resisten a ser calladas por completo. Se trataría, entonces, de habitar lo inaudible para arrancarle al silencio los sin sentidos impronunciados, aquellos que renunciando a los cercamientos de autoridad del sentido y sus certezas, se agitan como una amorosa, alegre y rabiosa promesa por inventarnos vidas más libres.
Bibliografía
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EL
FLÂNEUR PUTO. LAS POÉTICAS Y
POLÍTICAS
DE LA DERIVA EN ALBERTO GRECO
Fernando Davis
I
«GRECO PUTO». En 1954 el artista argentino Alberto Greco escribía esta frase en las paredes de baños públicos de París, junto a dibujos y «grafitis obscenos» (Rivas 1992, 182). En junio de ese mismo año, Greco había viajado a la capital francesa con una beca del gobierno de ese país, con el propósito de ampliar sus estudios de pintura, que había iniciado en Buenos Aires. Durante su estancia en París subsistió mediante la compraventa de objetos usados y con el poco dinero que obtenía de la venta callejera de acuarelas y gouaches y la adivinación del porvenir (Rivas 1992, 262).
Las inscripciones en los baños que entonces frecuentaba, lugares de encuentro e intercambio sexual entre hombres conocidos en la jerga homosexual como «tazas» o «teteras» (Huard 2012), formaban parte de la trayectoria nómade que estas actividades involucraban.
Inscripta en la cartografía móvil del deambular marica por las calles parisinas, cuyos derroteros Greco relataba ese mismo año en una larga carta a su amigo, el crítico y periodista Ernesto Schoo (Greco 1992a, 184- 186), la reiterada marca en los baños trazaba un gesto crítico que, si en un sentido es posible interpretar como apropiación e inversión queer de la injuria homofóbica, a la vez constituía, en el contexto francés, un desplazamiento cuir de la lengua a través del cual la marica argentina torsionaba desafiante e incómodamente la doble marcación de su cuerpo como puto y extranjero.
Toda la producción de Greco aparece atravesada por la experiencia del viaje, por las condiciones de extravío y discontinuidad que supone el viajar, en cuanto desplazamiento geográfico y simbólico en el que las coordenadas que referencian y ordenan el paisaje cotidiano se ven afectadas y desorientadas en la estabilidad de sus marcos de sentido, pero también por la deriva dislocatoria del artista migrante que no solo desplaza en el viaje sus rutinas domiciliadas, sino que a la vez descentra y trastorna las del lugar de destino.1
1 Entre 1954 y 1956 Greco se instaló en París. En octubre de 1955 viajó por Italia y Austria y en 1956 fue a Arlés y Londres. Ese año regresó a Buenos Aires y en 1957 se fue a Brasil, primero a Río de Janeiro y en 1958 a São Paulo. En 1958 volvió a Buenos Aires, donde permaneció hasta finales de 1961, cuando realizó un nuevo viaje a París. Durante 1962 vivió en París, pero también visitó las ciudades italianas de Génova y Venecia y se instaló más tarde en Roma. En 1963 se asentó en Madrid, alternando su estancia por períodos con el pueblo de Piedralaves, en Ávila. Ese mismo año viajó también a Lisboa, Galicia y París. En 1964 vivió en Madrid, viajó a Canarias, a Buenos Aires y, a final de año, a Nueva York. En mayo de 1965 volvió a España. Viajó a Ibiza, Madrid y Barcelona, ciudad en la que se suicidó en octubre de 1965.
Incluso cuando viajaba a París para estudiar pintura, Greco estaba muy lejos de asumir sin conflicto sus repertorios estéticos y formales; por el contrario, para él se trataba de incidir en dicha escena (como en cualquier otra) descolocándola y afectándola revoltosamente en el tráfico nómade que las condiciones del viaje habilitaban, al tensionar y hacer friccionar conflictivamente los signos del «centro» con los de la «periferia».2
2 Ana Longoni llama a descolocar la estabilidad normada del esquema centro-periferia — actualizado una y otra vez en la historización de los viajes de artistas— desde la pregunta «¿Por qué no repensar la migración a París (o a Nueva York) de los latinoamericanos ya no por lo que más tarde llevan de regreso a sus lugares de origen, lo que “difunden en la periferia”, sino por lo que trastornan en el propio centro, por las formas de pensarlo y pensarse en él?» (2010, 116-117).
A la doble experiencia de extrañamiento y descentramiento que comporta todo viaje, la deriva callejera del cuerpo homosexual superpone una cartografía libidinal que desafía y desplaza, en el promiscuo nomadismo de los itinerarios que traza y desarma torcidamente, la circulación regulada de los cuerpos que el orden reglamentado (heteronormado) de la ciudad administra y disciplina.
Si «lo que caracteriza al espacio público en la modernidad occidental es ser un espacio de producción de masculinidad heterosexual» (Preciado 2008a), la deriva marica hace de la calle un «espacio de circulación deseante, de “errancia sexual”» (Perlongher 1993, 76), que interrumpe y desorganiza las mecánicas de poder por medio de las cuales la arquitectura urbana opera en la producción disciplinaria de la masculinidad hegemónica.
En este sentido, José Miguel Cortés ha caracterizado al gay que deriva por la ciudad como un «flâneur perverso que pasea sin rumbo» buscando «novedades y acontecimientos» (Cortés 2006, 162): Su experiencia le convierte en un privilegiado observador que todo lo ve y todo lo conoce de una ciudad que parece no tener secretos para él […] Caminar por la ciudad es una forma de práctica cultural, una manera de transformar la abstracta y objetiva geometría que organiza las calles y las plazas en una configuración personal del espacio ciudadano. (Cortés 2006, 162-163)
La apropiación y ocupación de determinados espacios por parte de los homosexuales como lugares de encuentro y socialización constituye una estrategia política que desafía la hegemonía heteromasculina de las ciudades y las mecánicas disciplinarias que trabajan en la construcción y reproducción heteronormada de los cuerpos. La práctica de la deriva opera, en la errancia deseante del yirar3 marica, como apoyo a «redes de sociabilidad “alternativas” respecto de la cultura oficial, “desviadas” o marginales con relación a la norma social mayoritaria, nómades a partir de los módulos de heterosexualidad sedentaria» (Perlongher 1993, 93).
3 Yirar es un término del lunfardo argentino que significa andar, vagar o deambular por las calles. Fue utilizado popularmente para hacer referencia a la prostitución callejera. La apropiación del término en los homosexuales alude a la práctica de la deriva gay en las calles.
En los descentramientos que habilita, la deriva desterritorializa, pero también traza e inventa territorios. Así, el deambular del flâneur marica moviliza la creación disidente de contraespacios, territorios que se inventan en el mismo momento en que son habitados, espacios queer que desorganizan y traicionan la productividad disciplinaria de los espacios construidos y sus marcaciones identitarias estables. No se trata, por lo tanto, de lugares delimitados y perfectamente reconocibles de la ciudad.
Los «espacios queer» suponen una «actitud de apropiación» de la ciudad que desafía y desarma la autoridad normalizada del trazado urbano, volviéndose una estrategia «para la permanente idea de autoconstrucción» (Cortés 2006, 203). En 1963, luego de verse obligado a huir de Roma por el escándalo y la intervención policial con que concluyó su iconoclasta e irreverente obra de teatro Cristo 63 (una provocativa parodia de la pasión de Cristo, caracterizada por la prensa como una «representación teatral blasfema y pornográfica» [Rivas 1992, 208]), Greco viajó a Madrid y más tarde se estableció una temporada en el pueblo de Piedralaves, en la provincia española de Ávila.
Sin título (Albertus Grecvs). 30 x 30 cm. Gelatina
de plata en
papel fibra. Año 1962 / Copia 2020.
Museo
de Arte Moderno de Buenos Aires, Argentina, 2016.
Allí realizó el Gran manifiesto-rollo arte Vivo-Dito, un largo rollo de papel de unos 300 metros por 10 centímetros, con collages de fotografías e imágenes publicitarias intervenidas, manchas y dibujos en tinta de cuerpos abyectos, escrituras, anotaciones diversas y fragmentos de conversaciones. Un artefacto inclasificable que inscribía y hacía proliferar en su propio cuerpo escritural el tránsito nómade y queer de la deriva, infectando promiscuamente el collage y el dibujo con la literatura, el objeto con el señalamiento, el manifiesto con el relato autobiográfico.
En la mutabilidad desterritorializante de las fugas y torsiones que habilitaba revulsivamente, el Gran manifiesto-rollo hacía del tráfico y diferimiento de representaciones e identidades su operatividad poético-crítica. Entre los apuntes del rollo, Greco presentaba una sintética y apretada genealogía de sus Vivo-Dito, citando entre los tempranos antecedentes de dicha intervención las «firmas» realizadas en las teteras parisinas en 1954: «Firmé paredes, objetos, calles y baños de París» (Rivas 1992, 224).
Greco acuñó el término Vivo-Dito en 1962. En marzo realizó la «Primera Exposición de Arte Vivo» en las calles de París, firmando, señalando y rodeando con un círculo de tiza a personas, objetos y situaciones. En julio empapeló las calles de Génova, Italia, con su «Manifiesto Dito dell’arte Vivo»:
El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle […] Deberíamos meternos en contacto directo con los elementos vivos de nuestra realidad: movimiento, tiempo, gente, conversaciones, olores, rumores, lugares, situaciones. (Greco 1992b, 207)
Flâneur puto y «dandy lumpen» (Trerotola 2011), Greco llamaba a desorganizar y extrañar los sentidos normalizados mediante el señalamiento de los cuerpos y el entorno. El arte desbordaba sus cercos institucionales para extenderse a la vida y volverse una estrategia desde donde afectar y transformar las lógicas naturalizadas del cotidiano.
El término Vivo-Dito concentraba esta apuesta. Así lo definía Greco: «“Vivo”, de vivencia y “Dito”, de dedo, acción de señalar, de mostrar. Es, sobre todo, una actitud artista más que una serie de normas estéticas» (Rivas 1992, 206). Unos meses antes de la publicación de su manifiesto, Greco asistió a la inauguración de la exposición «Antagonismes 2. L’Objet» en el Musée des Arts Décoratifs de París, portando un cartel como «hombre sándwich» con la leyenda «Alberto Greco, obra de arte fuera de catálogo».4
4 En la exposición participaba Yves Klein, a quien Greco le pidió prestado el bolígrafo para firmar dos obras de Arte Vivo: «una duquesa y un mendigo» (Rivas 1992, 206).
No era la primera vez que Greco se presentaba a sí mismo como obra. Por entonces se hizo hacer una tarjeta personal con el texto «Alberto Greco. Objet d’art» (Rivas 1992, 206). En 1960, en una fiesta en Buenos Aires en la casa-taller de la artista Lea Lublin, se desnudó y cubrió de pintura negra, haciendo de su propio cuerpo «superficie pintada y “pintante”» (Longoni y Davis 2013, 10), mientras proclamaba: «Estoy haciendo conmigo mismo una obra» (Rivas 1992, 192).
El desafuero de los límites del arte que esta acción agitaba puede leerse en continuidad con la «disolución de la pintura-pintura» que Greco había iniciado en 1959 con su serie de pinturas negras, «telas y maderas en las que el óleo trabaja con agregados de brea, orina, exposiciones a la lluvia y el viento» (Pacheco 2007, 21).
Si para Greco eran importantes las posibles «reacciones orgánicas de la materia» y los «resultados inesperados» que él aducía obtener mediante estas intervenciones en sus cuadros (García 2011, 53), el orinar sobre ellos —e invitar a sus amigos a hacerlo— introducía en el proceso de producción de las obras una acción del cuerpo que, a diferencia del trabajo de la mano que al pintar dispone y controla la materia sobre la tela, ingresaba a través de sus desechos, del trabajo imprevisible y no controlado de un fluido que remite a lo abyecto, a lo que el cuerpo expulsa o excreta —para modificar o volver inestable el cuerpo de la pintura misma—, pero también a las resonancias homoeróticas del mear público en mingitorios y teteras.
En este marco, ¿cómo interpretar el «fuera de catálogo» que Greco portaba sobre su cuerpo unos años más tarde en el museo de París?, ¿era solo una forma de señalar su no inclusión en la muestra?, ¿constituía su provocativo gesto, también él mismo «fuera de catálogo», un tipo de intervención crítica cuya radicalidad venía a desmarcarse de las obras que la exposición presentaba? y en tal sentido, ¿no era precisamente esta operación radical incómoda e insolente la que, de alguna manera, venía a justificar su posición marginada como «fuera de catálogo»?
Al autopostularse como obra de arte en el contexto de una exposición, Greco también parecía señalar —en un poderoso desplazamiento de la operación crítica abierta por el ready-made duchampiano— las mecánicas del mismo dispositivo institucional, presentándose como un cuerpo-obra disponible y, por lo tanto, susceptible de inscribirse (en un gesto no exento de autopromoción) en las dinámicas de intercambio y consumo del arte.
En varias de sus intervenciones y obras, Greco movilizó irónicamente, en torno a su nombre o a su firma, la relación entre mercancía, deseo y consumo. Así, por ejemplo, en 1961 cubrió las paredes de Buenos Aires con carteles con las consignas «Greco, qué grande sos» y «Greco: el pintor informalista más grande de América», y tres años más tarde realizó una serie de collages con imágenes publicitarias en las que su nombre reemplazó la marca y el eslogan de productos como cigarrillos («GRECO, claro que me ha conquistado») o jabón para la ropa («Yo también me he cambiado a GRECO»).
Alberto Greco. Sin título, 1961, óleo y collage
s/tela 144 x 104 cm. Col. privada.
s/tela 144 x 104 cm. Col. privada.
Incluso sus firmas «GRECO PUTO» en los baños de París parecen anticipar tempranamente esta referencia al cuerpoobra del artista como objeto deseable. Pero ¿es posible aproximarnos también a la intervención de Greco como un gesto que señala la condición «fuera de catálogo» de su propio cuerpo, en cuanto cuerpo que se presenta como fuera de la norma?, ¿no constituye su acción un tipo de operación crítica que señala el lugar de la norma dominante en la producción y marcación disciplinaria de los cuerpos y, en el mismo gesto, tuerce o desvía dicha inscripción al hacer del propio cuerpo un lugar de enunciación política desde donde desacatar la autoridad reglamentada de la norma y sus ordenamientos de poder?
Para decirlo de otro modo, me parece posible pensar el «fuera de catálogo» de Greco como un gesto de contraproductivización crítica que opera politizando el cuerpo, desafiando las mecánicas de poder con que la biopolítica moderna produce al homosexual o al vago como cuerpos improductivos. 5
5 La idea de contraproductivización parte de la concepción del poder de Michel Foucault, para quien el poder es fundamentalmente productivo (el poder produce cuerpos, subjetividades, efectos de verdad). En el análisis foucaultiano no existe un «afuera» del poder, sino resistencias que operan en el interior del poder, mediante estrategias de contraproductivización o formas de contradisciplina que desvían, impugnan, tuercen, desplazan, interrumpen, su productividad disciplinaria. Véase Foucault (2008 [1976]).
Un cuerpo marica-lumpen-migrante que irrumpe sin permiso en la inauguración de una exposición descatalogándose, descalzándose desobedientemente de su marcación biopolítica. El «fuera de catálogo» de Greco implicaba, así, una práctica de descentramiento queer del cuerpo para volverlo espacio disponible desde donde desacatar su producción disciplinaria.
Una apuesta que las intervenciones en las pinturas negras y la citada acción en la casa-taller de Lea Lublin inauguraban. No eran solo los límites de la pintura que abandonaba el soporte tradicional del cuadro lo que allí estaba en juego. Estas experiencias de Greco eran a su vez una poderosa pregunta sobre los límites del cuerpo y una impugnación radical de su «verdad»: la introducción de las marcas de lo contingente, con la que Greco desafiaba los cercos disciplinarios de la práctica pictórica, era también una apuesta por hacer de su cuerpo (y del de otros) un territorio político desde donde desafiar la norma y movilizar la invención de otras existencias posibles.
Esta relación entre pintura y cuerpo vuelve a estar presente en una serie de fotografías que Greco se hizo tomar en Roma, vestido de monja, en diciembre de 1962, a un año de su exposición «Las Monjas», un conjunto de obras informalistas que mostró en la Galería Pizarro de Buenos Aires. 6
6 Sobre esta relación véase también Riccardi 2008.
En la secuencia de fotos, Greco aparece con los típicos ropajes religiosos, el hábito y la cofia sobre la cabeza, en actitudes piadosas y con barba.
La estabilidad normada de la pose es estallada irreverentemente en el montaje drag que descoloca los encuadres de sentido que la pautan y hacen pensable. El nombre con el que Greco se presenta en estas fotos, Albertus Grecus XXIII — en una obvia e insolente alusión al Papa Juan XXIII, elegido unos años antes— traza un desplazamiento del nombre propio correlativo a la construcción performativa de la pose.
La serie de fotos no solo apuntaba a desafiar la autoridad del dogma religioso, sino que, a la vez, llamaba a desacatar —alegre, revoltosamente— los regímenes de poder que trabajan en la construcción disciplinada de los cuerpos, para hacer de su desterritorialización queer, nómade, la condición de posibilidad de corporalidades y procesos de subjetivación disidentes.
En las fotos, Greco hacía cuerpo el gesto de desafuero de los límites de la pintura que la exposición de sus obras informalistas de 1961 auspiciaba. El desacato del cuerpo pictórico en «Las Monjas», devenía en desacato del cuerpo del artista.
II
¿En qué sentido la interpelación de las revulsivas prácticas de Greco que estoy proponiendo puede servirnos como punto de partida para pensar una contraescritura queer en el arte?
En primer lugar, cabe observar que cualquier pregunta por lo queer en el arte no puede pasar por alto el hecho de que lo queer, en los últimos años, viene siendo llamado a integrarse sin conflicto en una historia del arte cuyos presupuestos heterocentrados, sin embargo, se mantienen inamovibles.
En este sentido, una interpelación queer de la historia del arte, más que articularse como mero reclamo por la incorporación de aquellos “contenidos” marginados o silenciados en las trayectorias de sentido diagramadas por los relatos historiográficos canónicos, debería apuntar, en primer lugar, a interrogar y poner en cuestión los lógicas de poder / saber que legitiman y hacen posibles los trazados de autoridad de dichos relatos, interrumpiendo y desmontando las mecánicas naturalizadas a través de las cuales el orden heterosexual (entendido como régimen político) trabaja pautando y administrando la dinámica de lo posible en la escritura del arte.7
La teoría y la historia del arte constituyen tecnologías sexopolíticas que producen, entre otros efectos, “ficciones somáticas” (Preciado 2008b, 84), cuerpos y subjetividades sexogenéricas.8
Una interpelación cuir de la historia del arte como la que propongo, está muy lejos de la simple enumeración de nuevos contenidos o de la presentación de un repertorio de temas sobre “desobediencias sexuales” -que vendrían a integrarse, como alteridad sin conflicto, en los relatos ya consagrados de la historiografía canónica- o del llamado a develar (en una suerte de “salida del armario” del arte) una supuesta “verdad” identitaria de las obras de artistas gays o lesbianas.
No se trata, en tal sentido, de hacerles un lugar a las disidencias queer / cuir en las narrativas establecidas de la historia del arte -para “completar” sus vacíos o “corregir” sus olvidos-, ni de reclamar reivindicativamente una posición -como arte “gay”, “lesbiano” o “trans”- en sus relatos.
Por el contrario, importa desarmar los trazados de autoridad de las epistemologías dominantes que articulan tales narrativas, en lo que visibilizan y hacen pensable, pero también en lo que obturan, cancelan, expulsan, silencian o, incluso, en lo que vuelven ininteligible, en lo que no posibilitan pensar.
De lo que se trata, entonces, es de disputar los sentidos instituidos de las historiografías hegemónicas para abrir la prolija geografía de sus relatos normalizados a las porosidades y accidentes no solo de sus sentidos obliterados, apenas pronunciados o violentamente silenciados, sino también de aquellos impensados o inimaginados. Lo queer / cuir constituye, así, una estrategia de escritura que posibilita interrumpir y desmontar las narrativas de la escritura del arte en sus trayectorias (hetero)normadas. 9
7 La heterosexualidad constituye un régimen político, tal como ha sostenido la activista y escritora lesbofeminista Monique Wittig, en su ensayo “The Straight Mind” de 1978: la heterosexualidad involucra “una interpretación totalizadora a la vez de la historia, de la realidad social, de la cultura, del lenguaje y de todos los fenómenos subjetivos” y una “tendencia a universalizar inmediatamente su producción de conceptos, a formular leyes generales que valen para todas las sociedades, todas las épocas, todos los individuos” (2006, 51-52).
Alberto Greco, Claro que me ha conquistado, 1964,
collage sobre papel, 36 x 27 cm. Colección Museo
Nacional Centro de Arte Reina Sofía, cortesía del
collage sobre papel, 36 x 27 cm. Colección Museo
Nacional Centro de Arte Reina Sofía, cortesía del
Museo.
Un dispositivo nómade, una práctica de la deriva, que trabaja en lo intersticial, productivizando la falla y haciendo proliferar una micropolítica del tráfico y del saqueo (de imágenes, de signos, de relatos), mediante “una arqueología de los maquillajes y una filosofía de los cuerpos, para proponer una elaboración de metáforas más productiva que cualquier catalogación excluyente” (Campuzano 2008, 8).
La escritura, desde este punto de vista, opera como “lugar de contrapoder frente a los lenguajes hegemónicos” (flores 2013, 55), como práctica de desterritorialización que apunta a “desestabilizar o desprogramar desde los márgenes” (Acosta 2014), abriendo fugas y discontinuidades críticas que tensionan y estallan sus bordes disciplinarios y sus amarres de sentido naturalizados y la fuerzan a salirse de sí, a trabajar contra sí misma (contra su potencial domesticación).
Una contraescritura queer/cuir es un artefacto migrante que hace proliferar en su propio cuerpo “devenires minoritarios” (Deleuze y Guattari 2008, 291) que la descolocan y extrañan,10 agitando la pregunta que Deleuze y Guattari se hacen a propósito de la “literatura menor”: “¿Cómo volvernos el nómada y el inmigrante y el gitano de nuestra propia lengua?” (Deleuze y Guattari 1990, 33). Se trata de una escritura que deja “actuar la mala voluntad”, en el sentido que Foucault piensa el trabajo de Deleuze, como apuesta por liberarse del sentido común y pensar “diferencialmente la diferencia” (Foucault 1999, 29).
10 En su condición “minoritaria”, los devenires escapan a los ordenamientos previstos en las solicitaciones de congruencia reclamadas a las identidades y potencian la activación micropolítica de nuevos procesos de subjetivación.
Este trabajo de desterritorialización apunta no solo al desmontaje de las lógicas de poder/saber institucionalizadas, sino a habilitar territorios de libertad (contraespacios, “heterotopías”, para Foucault) desde donde es posible liberar las diferencias e inventar otros posibles. En este punto, la escritura queer/cuir se presenta como articulación resistente a las políticas de la transparencia que las industrias de la subjetividad y el mercado globalizado expanden a escala planetaria, confrontando la cadena de productivización disciplinaria a través de la cual la máquina capitalista produce, administra y hace visibles las diferencias.
En una de las pocas fotos que existen de sus Vivo-Dito realizados en Madrid en 1963, Greco aparece trazando un círculo de tiza, pero no alrededor de otra persona o de un objeto, como era usual en su práctica, sino delimitando un espacio vacío en la vereda. En la precariedad de la línea de tiza, en su existencia efímera, casi invisible, el “Vivo-Dito vacío” de Greco dispone un espacio otro que interrumpe o extraña el orden normalizado del cotidiano.
Es posible pensar el Vivo-Dito vacío como un espacio queer, un contraespacio que interpela el orden disciplinario de la ciudad y, a la vez, interroga políticamente el silencio, recorta un territorio (transitorio) y mantiene pulsante en ese gesto la pregunta por aquellos posibles que la disciplina urbana excluye o vuelve impensables. Pero la acción de Greco es también una incitación a inventar esos posibles, desafiando las mecánicas de poder a través de la cual la arquitectura de la ciudad nos produce políticamente como sujetos.
En este gesto de Greco encuentro una clave para pensar las políticas cuir en la escritura del arte. Una contraescritura cuir que apueste a interpelar el silencio para extraer de su espesor, más que la mera constatación de las historias no nombradas, el obstinado e incómodo pulsar de aquellas subjetividades disidentes que se resisten a ser calladas por completo. Se trataría, entonces, de habitar lo inaudible para arrancarle al silencio los sin sentidos impronunciados, aquellos que renunciando a los cercamientos de autoridad del sentido y sus certezas, se agitan como una amorosa, alegre y rabiosa promesa por inventarnos vidas más libres.
Bibliografía
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Imagen: Retrato de Greco con hoja de Filodendros, por Ilse Fuskova (1957)
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