MISHIMA, HOMOSEXUALIDAD Y ESTETICISMO
Por José Ricardo Chaves
Universidad Nacional Autónoma de México,
Por José Ricardo Chaves
Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de
Investigaciones Filológicas.
Fecha de recepción: 9 de marzo de 2013
Fecha de aceptación: 11 de junio de 2013
Resumen
En este ensayo se aborda la relación existente entre
belleza, homosexualidad y pensamiento esteticista en la obra de Yukio Mishima.
La ilustración se da a partir del análisis de tres obras del escritor japonés:
Confesiones de una máscara, El color prohibido y El pabellón de oro, lo cual
permite contrastar las visiones del mundo europeo y el japonés con respecto al
tema de la sexualidad. Se plantean, además, las similitudes existentes en la
obra El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y la novela El color prohibido.
Finalmente, se hace una lectura del lugar que ocupa la belleza, desde el punto
de vista de los valores estéticos, en la novela El pabellón de oro.
A Átsuko Tanabe, in memoriam
Es muy probable que Yukio Mishima haya sido el escritor
japonés más conocido en Occidente durante la segunda mitad del siglo XX, tanto
en vida como muerto (se suicidó en 1970, a los 45 años), ya que su deceso
escandaloso, con rito suicida samurai por destripamiento y decapitación, ambos
con espada, lo tornaron figura mundial más allá de la literatura, para ser
pasto del periodismo y de la televisión (después vendrían el cine y el
documental). Su ruidosa muerte fue la culminación de un proceso de vida en que
el escritor tímido y flacucho se transformó en otro, física e intelectualmente
poderoso, imagen que él mismo se encargó de promover en diversos medios. Esto,
claro, unido a su propio talento y a su alta productividad, tanto en formas
literarias cultas como populares, así como otras formas de expresión artística:
teatro, cine, fotografía.
La fama lo había acompañado desde sus inicios literarios
con Confesiones de una máscara (de 1949), aunque no necesariamente por las
mejores razones, pues la novela narraba en primera persona el despertar y
desarrollo de la homosexualidad sadomasoquista de un personaje masculino
(supuesto reflejo del autor), quien descubre sus gustos sexuales lo mismo ante
un joven limpiador de letrinas, con su carga de excrementos, con sus axilas
sudorosas (que se volverán su fetiche personal), que ante la reproducción
fotográfica del san Sebastián renacentista de Guido Reni, icono cristiano que
lo obsesionará tanto, que posteriormente Mishima se hará fotografiar en
parecida composición. Hay que recordar que dicho santo ha sido incorporado en
la cultura gay como su "patrono", en quien se honra su viril belleza
adolorida.
Ya desde esa novela, Mishima establece el tópico
literario de la muerte del bello varón, que él remite explícitamente a dos
autores emblemáticos del fin de siglo XIX europeo: el irlandés Oscar Wilde y el
francés Joris-Karl, Huysmans, verdaderos popes del decadentismo esteticista. En
una versión mucho más macabra, Mishima confiesa su debilidad por "la
muerte, la noche y la sangre" (Confesiones..., 23): "la escasez de
sangre, inherente en mí, me había arraigado el deseo de soñar con
derramamientos de sangre" (82). Kochan, su personaje, llega a
"confundir la naturaleza de sus deseos sexuales con un sistema
estético" (35), según su propia expresión, con lo que muy pronto
homosexualidad y estética quedan imbricadas en un culto sangriento a la belleza
masculina.
La "belleza
negativa"
Si bien en Confesiones de una máscara Mishima abordó de
frente y en forma directa el asunto de la homosexualidad masculina, en versión
masoquista, no puede decirse que sea su único tópico, ni que sea un rasgo
exclusivo, pues su personaje se relaciona también con mujeres, con lo que otro
tópico se establece: el de amar a la mujer sin desearla sexualmente, con lo que
se disocia amor y deseo, como ocurrirá en su siguiente novela al abordar de
manera profusa la homosexualidad, titulada El color prohibido (de 1951, apenas
dos años después), y con la que se supera el intimismo de la narración en
primera persona de Confesiones y se pasa a la colectividad de la tercera
persona. Si bien hay interiorización en personajes complejos, hay también un
cuadro de época sobre el mundo gay japonés de posguerra. Sus personajes
homosexuales pueden acostarse con mujeres, a veces lo hacen, pero siguen fieles
al amor viril, que conforma su perspectiva interior. Lo suyo no es impotencia
física. Tampoco se trata de bisexuales, que desean a los dos sexos por igual,
pues sólo desean a uno, al masculino, aunque a veces amen al femenino, según
afirmen, si bien con una visión misógina.
El culto a la belleza está presente en Mishima, a veces
en un nivel alto de abstracción, cuando se hace referencia a la belleza en el
arte, la literatura o la naturaleza, pero otras veces se concreta
magníficamente en un cuerpo masculino palpable. En su valoración, Mishima retoma
a famosos sexólogos del XIX y principios del XX, como Hirschfeld y Havelock
Ellis, a quien cita: "Según este autor, sólo los homosexuales son
sensibles a la belleza del cuerpo masculino, y hubo que esperar la aparición de
un homosexual como Winckelmann —pionero del helenismo moderno— para que se
estableciera un sistema de la estética masculina en la escultura griega"
(El color prohibido, 120).
Los heterosexuales, ya sean hombres o mujeres, casi
siempre son insensibles a los misterios más hondos de la belleza viril (hay sus
excepciones, como el Shonsuké de Color prohibido), como si sólo el propio sexo
fuera capaz de percibir los niveles más íntimos de la belleza. En Confesiones,
el personaje creado por Mishima se excitaba sexualmente ante "la estatua de
un joven desnudo, plasmada según los criterios clásicos griegos" (99). San
Sebastian será su versión cristiana. Su gusto por el arte griego se mantiene,
aunque levemente modificado, pues en Color prohibido se describe la primera
aparición del hermoso personaje Yuichi, saliendo del mar, en estos términos:
"Era un joven de sorprendente belleza. La seducción que se desprendía de
su cuerpo era suave, casi dubitativa, y evocaba no tanto una estatua griega de
la época clásica como un Apolo esculpido en bronce por un artista de la escuela
del Peloponeso" (36).
Más adelante afirma que "de las delicadas líneas de
aquel cuerpo irradiaba una fragancia que evocaba la 'dulzura prerrenacentista'
a la que se refirió Walter Pater" (37), el famoso esteta del siglo XIX. Hay,
pues, en estas novelas de Mishima un vínculo constante entre belleza,
homosexualidad y pensamiento esteticista del siglo romántico (Pater, Wilde,
Huysmans, lo mismo que Flaubert, Villiers de l'Ile Adam, Byron, Keats,
Rodenbach y Beardsley, mencionados explícitamente). El autor había abierto su
primera novela, con un epígrafe de Dostoievski que alude a la "belleza de
Sodoma" en forma de pregunta: "¿Hay belleza en Sodoma? Creedme,
muchos son los hombres que encuentran su belleza en Sodoma. ¿Sabíais este secreto?
Lo más horroroso es que la belleza no sólo es aterradora, sino también
misteriosa. Dios y el Diablo luchan en ella, y su campo de batalla es el
corazón del hombre" (Confesiones..., 5).
Vemos que Mishima califica a la belleza de
"aterradora" y "misteriosa". En Color prohibido hablará de
la "belleza negativa", "la que es imprevista, inquieta, nefasta;
la que es desdichada, inmoral, anormal" (17), y que está vinculada con la
decadencia, la desilusión y el hastío. En dicha novela es el tipo de belleza
que caracteriza la obra literaria de uno de sus dos principales personajes
masculinos: Shunsuké, el escritor viejo, feo y heterosexual que manipulará al
hermoso y homosexual Yuichi para vengarse de las mujeres. Shunsuké sabe
francés, conoce la literatura europea del XIX, ha traducido a Huysmans y a
Rodenbach al japonés. Fue romántico en su juventud y después quiso ya no serlo,
pero no ha podido romper del todo con "la eternidad romántica".
Misántropo y misógino, Shunsuké pacta fáusticamente con Yuichi para que seduzca
a hombres y mujeres por él designados, aunque sólo se acueste con aquéllos. Por
su parte, el joven Yuichi llega a descubrir su propia belleza gracias a la
acción del escritor, igual que le pasó a Dorian Gray bajo el influjo de otro
esteta, lord Henry Wotton, sólo que, a diferencia del joven inglés, el japonés
sí logrará sobrevivir a su impulsor.
De hecho, es posible pensar en la novela de Mishima como
una reelaboración de tópicos de la novela de Wilde, con su mezcla de
esteticismo y homosexualidad (algo velada, en la novela de Wilde, aunque
activa, como lo muestran algunas de sus adaptaciones cinematográficas:
Dallamano 1970, Parker 2009), y abiertamente manifiesta en la de Mishima.
Wilde, en su novela, afirma que "A Dorian Gray le había envenado un libro.
Había momentos en que consideraba simplemente el mal como un medio necesario
para poder realizar su concepción de la belleza" (El retrato de..., 160).
A Shonsuké le pasó lo mismo que a Dorian Gray, se envenenó con el libro de
Huysmans, pero como era feo, tuvo que usar al bello Yuichi para sus propósitos.
Llama la atención que Wilde nunca diga en forma directa que el libro que
envenena el alma de Dorian es el de Huysmans, pero para el buen conocedor las
señales son claras.
De hecho, el capítulo xi de la novela muestra la agenda
ética y estética no sólo de Dorian Gray, sino también de Floressas des
Esseintes, aunque menos misántropa, pues Dorian no se aleja del mundo —todo lo
contrario—, a diferencia del célebre personaje de Huysmans. Mishima extiende
los atributos negativos de la belleza a la propia homosexualidad que, aunque
aceptada por él, es vista con suspicacia, a veces asimilada a la enfermedad y a
la fealdad, aunque también, en paradójico giro, a la suprema pureza por
conducto de la muerte de los amantes.
En El color prohibido Mishima compara la homosexualidad
con "una enfermedad incurable de raíz estética" (82) que vuelve
monstruoso e inevitable el apetito carnal, esto en tiempos de modernidad,
porque quizá antes, en una edad de oro perdida, el amor viril fue camino de
salvación, cruce misterioso de religión, milagro y sexo entre adulto y
adolescente, en los tiempos míticos del nanshoku o amor viril de los monjes
medievales, que había cedido su lugar a la comercialización y a la prostitución
burguesa del periodo Edo, como se aprecia, por ejemplo, en la obra del escritor
Ihara Saikaku, del siglo XVII, al que el propio Mishima se refiere (pensaba que
desde la obra de Saikaku no se había escrito tan bien sobre la homosexualidad
en su país como con su propia novela, Confesiones), igual que hace otras
referencias, sin faltar la de Kukai, esto es, Kobo Daishi (774-835), fundador
del budismo tántrico en Japón, el Shingon, traído desde China, y a quien se
achaca la introducción de la homosexualidad en Japón, venida también de la
China, y que quedó asociada así con el budismo. Al respecto apunta Paul Gordon
Schalow:
ya para el siglo XVII Kukai se había establecido con
firmeza en la iconografía literaria como patrono virtual del amor homosexual;
en algunos contextos literarios la sola mención de su nombre o del Monte Koya,
lugar donde Kukai fundó el conjunto de los grandes templos del Budismo Shingon,
denotaba homosexualidad (El gran espejo..., 16).
La homosexualidad
en el contexto japonés
A diferencia de los escritores europeos del siglo XIX que
escribieron pioneramente sobre pasiones homosexuales, y que lo hicieron sobre
un trasfondo cultural de vicio, pecado y contranatura, dados los antecedentes
judeocristianos, cuando Mishima lo hace a mediados del XX en Japón, escribe en
una tradición literaria en la que la homosexualidad (o sus equivalentes
culturales), antes del arribo de la modernidad occidental, no había sido
concebida dramáticamente como pecado, sino más bien como una falta
relativamente menor, digna a veces más del chiste o de la risa que de castigo y
muerte, o bien como paradójico camino de iluminación. Dichas faltas sexuales
podían condenarse como transgresiones menores o apegos mundanos, pero su
gravedad era menor que las relaciones con mujeres, cuando menos en el ámbito
monástico. Los primeros misioneros cristianos en Japón se refirieron al asunto
y se escandalizaron, no sólo por la gran difusión de la práctica, sino por la
gran tolerancia social al respecto.
El nanshoku o amor viril se desarrolló en un ámbito
budista, estaba idealmente estructurado sobre la edad (criterio, sin embargo,
no siempre existente ni en Saikaku ni en Mishima), pues suponía un adulto y un
adolescente, y se daba sobre una base misógina. En su carácter pedagógico y temporal
(pues la llegada del adolescente a la adultez marcaba el fin de la relación
sexual), se parece mucho, mutatis mutandis, a la paideia griega. Quizá en el
contexto monástico tal estilo pederástico de edades diferenciadas fuera
dominante, aunque entre más secular el medio, menos fuerte era tal modelo, que
podía adquirir formas más igualitarias en edad entre los amantes, sobre todo
cuando se privilegia el vínculo entre homosexualidad y amistad. Así, se
pregunta Mishima en Color prohibido, novela en la que el criterio de diferencia
de edad entre los amantes aparece pero no prevalece:
¿No será que el simple sentimiento de pura amistad que
reaparece tras el acto (sexual) es la esencia de la homosexualidad? ¿No está el
deseo destinado a producir ese estado de soledad en el que, una vez que ha sido
satisfecho, cada uno vuelve a ser un simple individuo del mismo sexo que el
otro? Los miembros de esta tribu quieren convencerse de que se aman porque son
hombres, pero la realidad es más cruel: ¿no será que al amarse reconocen al fin
que son hombres? (401)
El antiguo amor viril japonés encontró fundamentos
míticos, según nos señala Bernard Faure, en tres tradiciones:
one tradition
traces the origins of homosexuality as far back as Japanese mythological times,
with the legend of the two friends Otake no mikoto and Amano no mikoto. Another
mythological tradition goes back to ancient Chinese mythology. A third is
purely Buddhist. A compromise between Chinese and Buddhist elements can be
found in the legend of King Mu, who received from the Buddha a magical stanza,
which he latter transmitted to his young lover to protect him from harm when
the latter was sent into exile (The Red Threat, 237).
En la historia japonesa la homosexualidad aparece
asociada tanto a los monjes budistas y samurais medievales como a los artistas
de después del periodo Kamakura (1185-1333), o los mercaderes del periodo Edo
(1603-1868). A diferencia de Occidente, donde las referencias culturales de la
homosexualidad son hacia el pecado y el vicio, la herejía o el diabolismo,
cuando el cristianismo desplazó al paganismo, en Japón hay instancias
culturales de prestigio asociadas con ella: la religión —en especial el
budismo—, la milicia, el arte y, menos, el comercio (culpable de la caída del
amor viril en la prostitución), aunque esta memoria homosexual se haya a veces
atenuado con la modernidad cristiana y secular. Sin duda, como dice Faure, hay
una cierta continuidad entre el nanshoku premoderno y la homosexualidad
japonesa moderna, que explicaría una imagen relativamente más positiva de ésta,
pese a un cierto conservadurismo social.
El discurso tradicional nanshoku proviene de dos periodos
diferentes: el tardío medieval o Muromachi (1338-1573) y el premoderno Edo.
Literariamente destacan los budistas Cuentos de Chigo, o Chigo Monogatari, en
los que se da una idealización de los muchachos, tanto como iniciables a la
sexualidad por un adulto amoroso, como iniciadores del adulto en un misterio
búdico, como avatares de lo divino. Pareciera que la homosexualidad budista en
Japón oscila entre una eufemización (efebización) de la explotación sexual,
quizá una sublimada autojustificación de los monjes para acceder al cuerpo
adolescente, por una parte, y por otra como la glorificación de la relación
pederástica en tanto forma elevada de educación y, a veces, de iluminación,
como medio hábil de una deidad budista que asume la forma juvenil deseada por
el monje para literalmente ser seducido y llevado a la salvación.
Dos conocidos bodisatvas (esto es, budas que se niegan a
asumir su nirvana para beneficiar al resto de los seres sensibles) que adoptan
tales métodos transexuales para cumplir sus cometidos iluminadores son
Manjushri (Monju), figura de sabiduría con apariencia juvenil, y Kannon, diosa
de compasión que, en sus previas versiones en la India y el Tíbet, había sido
concebida en forma masculina como Avalokiteshvara y Chenrezig, pero que ya en
China cambió de sexo para ser Kuan Yin y Kannon en Japón.1
Mishima conoce bien toda esta literatura tradicional y
premoderna de nanshoku de su natal Japón, pues en diversas ocasiones se refiere
a ella a partir de sus personajes, sobre todo en El color prohibido, aunque,
como moderno y secular que es, no cree mucho en los elementos espirituales
asociados que estarían en la base mítica de la homosexualidad monástica, tal
como se desprende de la ironía usada por su personaje Shonsuké cuando se
refiere al chigo como "camino de salvación". De hecho, aunque Mishima
aborde asuntos religiosos, cuando lo hace le interesa en tanto fenómeno
cultural, histórico o narrativo, no le interesa mucho el aspecto propiamente
religioso. Por ejemplo, se vale de la hipótesis budista de la reencarnación en
su tetralogía El mar de la fertilidad, pero no como un asunto místico, sino
como una estrategia narrativa que le permite desarrollar cierto esquema
dramático de un mismo amor con cuatro combinaciones: un miembro envejece a lo
largo de las cuatro novelas y el otro muere y renace, muere y renace: es el
mismo/la misma y es otro y otra.
La visión larga que tiene Mishima de la homosexualidad en
Japón se combina con su conocimiento de la homosexualidad en Europa, desde sus
antecedentes griegos, por lo que en Color prohibido no faltan las menciones a
los textos platónicos (Fedro y El banquete), que se proyectan en el
Renacimiento y en el esteticismo romántico del XIX, tan caros al autor japonés.
La belleza vacía
En una siguiente novela de mediados de la década de 1950,
titulada El pabellón de oro (1956), Mishima retoma el asunto de la belleza en
un nuevo contexto. Vuelve a la narración en primera persona de Confesiones pero
deja de lado el asunto de la homosexualidad y se concentra en la belleza de un
cuerpo no humano, en este caso, un antiguo pabellón budista que captura la
imaginación enfermiza del monje narrador, quien pretende alcanzar con sus ojos
"la esencia misma de lo Bello", puesto que "no creía en otra belleza
que la perceptible por el ojo humano" (27).
El narrador confiesa que "cuando se concentra el
espíritu sobre la Belleza, uno cae sin darse cuenta sobre lo más negro que hay
en el mundo en materia de ideas tenebrosas" (48). Paulatinamente se
establece una especie de duelo entre el monje tartamudo y, más que feo,
anónimo, invisible de tan corriente, y el hermoso y antiguo pabellón, en cuya
construcción la sangre y la guerra no han sido extrañas:
Nada más natural que guerras y alarmas, montones de cadáveres
y ríos de sangre fuesen para la belleza del Templo de Oro una nueva fuente de
riqueza. Su propia arquitectura, ¿no era hija del pánico? ¿No había sido
concebido y edificado por una muchedumbre de posesos de alma sombría? (37).
La mayoría de las acciones narrativas transcurren en este
ambiente monacal budista, en el que los supuestos rigores de tal tipo de vida
zen están más bien ausentes, pues los monjes, desde el prior más elevado hasta
los más jóvenes, se dan sus escapadas para acostarse con jóvenes ingenuas o
prostitutas, o beben sake en sus recintos privados, o prestan dinero con
intereses. Se confirma la mirada secular de Mishima cuando aborda temas o
ambientes religiosos. Progresivamente el hermoso pabellón va adquiriendo una
existencia semieterna, se convierte en un símbolo de la desaparición del mundo
fenomenal o samsárico, en una maligna influencia que afecta al monje, al grado
que la única manera que encuentra para escapar de su hechizo es incendiándolo.
En esta novela, el artista debe destruir la obra de arte
para no ser destruido por ella, como un exitoso Dorian Gray que sobreviviera a
la destrucción de su retrato para recuperar su vida, su alma empeñada. Es lo
opuesto de lo que acontecía en Color prohibido, en que el hermoso Yuichi, marioneta
estética del escritor feo, al final se rebela contra su creador, el escritor
Shonsuké, empujándolo al suicidio. Aquí, la belleza destruye al artista viejo,
mientras que en El pabellón de oro el artista destruye a la belleza para
sobrevivir. De esta manera, la pretensión esteticista de otorgar a la belleza
el lugar máximo y decisivo es superada. No en balde no queda en esta novela
ninguna referencia a la belleza decadente del siglo XIX, concentrándose más
bien en las referencias japonesas.
Para disolver la fuerza todopoderosa que la belleza
ejerce sobre el artista, Mishima retoma del budismo Zen su enseñanza del vacío
como consustancial a la forma, y la forma como consustancial al vacío. Descubre
que "el poder de la auténtica visión reside, en suma, en la conciencia de
que nuestro corazón no tiene forma ni apariencia. Pero para estar en
condiciones de alcanzar esta ausencia de apariencias, ¿no se precisa dirigir a
la fascinación de las formas una mirada particularmente aguda?" (124). Y
justo es lo que hace el monje al destruir el templo, al comprender que éste no
"era sino estructuras minuciosamente elaboradas, edificadas sobre el
no-ser", que "estaba saturado de noche", y que "su
sustancia estaba hecha de pesadas, suntuosas tinieblas" (145), en una
suerte de oscura iluminación.
De tal forma, en esta novela Mishima rompe el contrato
esteticista decimonónico que tanto admirara y que otorgaba a la belleza un
poder de ídolo, y la reduce a cenizas por el poder del fuego crítico. Quizá sin
proponérselo, de manera indirecta, aquí Mishima funciona como un buda fallido,
pues si bien su personaje logra cierta sabiduría del vacío (prajna), no alcanza
sin embargo a desarrollar la otra ala necesaria para volar como bodisatva, que
es la compasión (karuna): en palabras de su personaje "carecía del sentido
de la expansión y de la solidaridad con todo lo vivo", mismo que lo
arrojaba a una soledad que lo perseguía a todas partes sin cesar, concluyendo
que "ni siquiera se sentía solidario con la nada" (El pabellón...,
125). Su personaje no sólo obtiene esta paradójica sabiduría oscura, sino que,
además, cree que, ya que el sufrimiento es inextirpable en la vida, lo mejor es
multiplicarlo en los demás para no sentir tanto el propio, con lo que adquiere
así rasgos sádicos, quizá propios de un demonio de algún infierno budista.
REFERENCIAS
Faure, Bernard, The Red Threat. Buddhist Approaches to Sexuality, New Jersey, Princeton University Press, 1998.
Nota
1 Estos bodisatvas seductores actúan de manera muy
distinta a la del Buda histórico ante la admiración de su seguidor Vakkali, un
monje que se había convertido, fascinado por la bella apariencia de Buda y que
lo seguía embobadamente. En principio, si el mito es cierto, y el cuerpo de
Sidarta tenía las 32 marcas físicas de perfección, su belleza debió ser grande,
lo que explicaría la actitud de Vakkali y otros (no obstante, algún artista
devoto que se puso a dibujar un buda con tales 32 marcas lo que obtuvo fue un
monstruo: orejas largas cuyo lóbulo llega a la base del cuello, protuberancia
en la coronilla, lengua tan larga que puede tocar cada una de sus orejas,
ruedas tatuadas en las plantas de los pies, etc.).
A diferencia de los bodisatvas casquivanos, Buda intentó
desanimar a su admirador en su obsesión por la apariencia física, por la
belleza, cuando pronuncia la sentencia de que "Quien ve el Dharma me ve;
quien me ve ve el Dharma". Falló en su empeño y tuvo que pedirle que se
alejara. Años después Vakkali buscará reencontrase con Buda, y en el camino
enferma, y es tal el dolor de su afección, que se suicida algo aparatosamente
cortándose el cuello. Tras su muerte, Buda verá su cuerpo y dirá que obtuvo el
nirvana, lo que llevó a algunos a pensar que el suicidio no era incompatible
con la iluminación, en casos extremos, como una enfermedad mortal y dolorosa,
como fue el caso de Vakkali, enamorado, como Mishima, de la belleza masculina.
Información sobre el autor
José Ricardo Chaves. Doctor en Literatura Comparada por
la UNAM. Investigador del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones
Filológicas de la UNAM, docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la
misma institución. Miembro del sistema Nacional de Investigadores. Entre sus
últimos títulos publicados están Andróginos. Eros y ocultismo en la literatura
romántica (UNAM, 2005), la novela Faustófeles (2009) y Voces de la sirena.
Antología de literatura fantástica de Costa Rica (2012).
Graciasss/www.scielo.org.mx/scielo.
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