HABLAN LOS HÉROES DE STONEWALL: ASÍ PLANTAMOS CARA A LA HOMOFOBIA
Los protagonistas de las revueltas de
Stonewall de 1969
recuerdan los
días de lucha que dieron origen al Orgullo
Gay. Un reportaje que recuperamos en su histórico
aniversario.
Por Alberto Ferreras
28 jun 2019
"Aquella noche, los más marginados dentro del grupo
homosexual —afeminados, travestidos, marimachos— fueron quienes tuvieron el
coraje de luchar para crear un cambio social definitivo".
Richard Segalman oyó los gritos desde su ventana: “Mi
estudio de pintura estaba en Sheridan Square, justo frente al Stonewall Inn,
pero yo jamás había entrado. Me daba terror que me vieran ahí”. ¿Y a quién no?
El Stonewall era el tipo de bar que podía arruinarte la vida. Segalman ha
vivido tanto tiempo en Nueva York que no hay vecindario donde no haya tenido un
piso o un estudio de pintura. Ha cumplido 82 años pero se mantiene atlético
gracias a largas caminatas en las que se pierde por la ciudad tomando fotos.
Sus ojos azules y su pelo plateado contrastan con el uniforme negro típico de
los artistas neoyorquinos. Solo sus vaqueros permanentemente manchados de
pintura delatan su oficio.
Ese verano de 1969 tenía 30 años y comenzaba una carrera
de éxito en la pintura que lo llevaría a la galería Marlborough de Nueva York,
al Metropolitan Museum y al Hirschorn Gallery en Washington DC. Su técnica
impresionista y su manejo de la luz eran comparadas con las del maestro Joaquín
Sorolla y el icónico Edward Hopper. Alguien con el potencial de Segalman no
podía permitirse que lo vieran en un bar como el Stonewall Inn. Si te
arrestaban en un lugar así podías terminar en la cárcel, o sometido a un
tratamiento de electrochoque o a una lobotomía para sacarte los demonios
homosexuales del cuerpo. A menudo los periódicos publicaban los nombres de los
arrestados y hasta su dirección, para que la comunidad los hostigara. “Cazar
maricones” era el deporte nacional en Estados Unidos.
Eran tiempos en los que la vida homosexual era furtiva,
en edificios abandonados, cines oscuros y baños malolientes. Nada de hotelitos
románticos para los encuentros gays. Debían esconderse en los camiones que
llevaban las reses a las carnicerías del Meat Packing District. Segalman
prefería tener sus aventuras en Central Park, tras los arbustos. “El misterio y
el peligro siempre eran parte de los encuentros y yo me terminé acostumbrando a
eso, hasta el punto que ahora lo echo en falta”, cuenta con una sonrisa
resignada.
A los 17 años lo pilló la policía en Central Park, y
aunque no lo encarcelaron por ser menor de edad, meses después, en el servicio
militar, le informaron de que le habían abierto un expediente que le
perseguiría para siempre. El mundo era cruel con los gays, pero los gays
también eran crueles entre sí. Muchos que podían pasar por heterosexuales huían
de los amanerados como de la peste. No era una frivolidad sino un mecanismo de
supervivencia: quien era capaz de manejar una doble vida temía que la presencia
de un travesti le pusiera en evidencia.
Esos precisamente eran los que asistían al Stonewall Inn:
jóvenes afeminados, descastados, que no tenían nada que perder. “Éramos ratas
callejeras”, escribió el artista norteamericano Thomas Lanigan-Schmidt, quien
aparece retratado con sus amigos en Christopher St. en la noche del motín:
“Puertorriqueños, negros, blancos del sur y del norte, estaba Debby la
Tortillera, y una loquita asiática que se hacía llamar Jade East. Vivíamos en
hoteles baratos, edificios ruinosos y hasta en las calles. Tu hogar era donde
estuviera tu corazón. A la mayoría nos habían echado de casa antes de terminar
el bachillerato”. Las ratas de la calle no tenían nada, solo juventud.
El Stonewall Inn era un bar sórdido, manejado por la
Mafia, donde servían licor adulterado: “Solo tenías que encontrar una botella
de cerveza vacía para que el camarero creyera que ya habías pedido un trago”,
recuerda Lanigan-Schmidt. “Los travestis controlaban la rockola, que tenía
música de la Motown, y en la parte de atrás había una habitación con luces
tenues donde a veces te dejaban bailar abrazados”, cuenta el reconocido
escultor Martin Boyce, otro veterano del Stonewall que participó en la
revuelta.
No era fácil dar con un lugar así en Manhattan en 1969.
Amparados por una ambigua ley contra la “conducta escandalosa”, los bares se
negaban a permitir que los homosexuales se congregaran y se les sirviera
alcohol. Asociaciones como la Mattachine Society habían iniciado años atrás un
lento recurso legal para abolir las restricciones. La inspiración vino del
movimiento de Martin Luther King que organizaba “sit ins” (sentadas) en las que
los afroamericanos tomaban asiento en un local de blancos para obligar a la
policía a sacarlos a la fuerza. Mattachine organizó “sip ins” (sorbidas).
Para ello citaban a periodistas a que presenciaran cómo
al ir a un bar y anunciar “somos homosexuales y queremos que nos sirvan un
Martini”, los camareros se negaban a atenderlos. Esto les permitía poner una
demanda contra el local y así establecer un precedente legal contra la
discriminación. Pero la estrategia de la Mattachine no había aminorado las
palizas, el acoso y las emboscadas de la policía contra los homosexuales.
Las redadas en Christopher St. eran frecuentes. La Mafia
coordinaba con la policía una cuota de arrestos que usualmente se producían los
martes o miércoles, para que los fines de semana los dueños de los bares
pudieran forrarse cómodamente, pero manteniendo el ambiente de miedo. Los
policías allanaban el local y exigían identificación. A los jóvenes de aspecto
masculino los dejaban ir, y se llevaban siempre un camión cargado de travestis
que no oponían resistencia.
Pero la noche del viernes 27 de junio de 1969 todo
cambió. No se sabe cuál fue la gota que desbordó el vaso. Pudo ser el
descontento por la guerra de Vietnam, el movimiento hippy, la represión contra
los afroamericanos o incluso la muerte de Judy Garland, santa patrona de los
gays. Lo cierto es que cuando esa noche la policía invadió el bar, las “ratas
callejeras” no se dejaron intimidar.
“Salgan todos, muestren su carné de conducir y súbanse al
camión”, anunció uno de los policías. Era viernes, y el bar estaba lleno. Había
más gays que agentes, y aunque salieron ordenadamente, una vez en la calle,
nadie subió al camión. Dicen que una lesbiana a la que trataban de arrestar fue
la que lanzó el primer puñetazo. “Los fuimos acorralando”, recuerda Martin
Boyce, quien apenas había cumplido 21 años. “Los policías trataban de disimular
su miedo con risitas, pero la cosa se fue poniendo más y más seria hasta que
les obligamos a meterse en el bar para protegerse”.
Los agentes quedaron atrapados dentro del Stonewall
mientras afuera se armaba un motín. Les lanzaron piedras y botellas, pincharon
las ruedas a las patrullas, y trataron de prenderle fuego al local. Hasta
arrancaron un parquímetro de la acera y lo usaron para embestir las puertas del
bar. Los policías temblaban de miedo. “Los gays nunca habían sido una amenaza
para la policía. Se esperaba que fuéramos débiles, incapaces de defendernos.
Pero ahí estábamos, peleando y atácandolos”, cuenta el escritor estadounidense
John O’Brien, quien también participó en el asalto.
Richard Segalman oyó los gritos desde su estudio pero no
bajó. Pensó que sería una manifestación contra la guerra: “Recuerdo que dejé la
ventana abierta porque quería que la energía de la calle entrara en mi
habitación y que esa fuerza quedara plasmada en lo que estaba pintando”.
Segalman no se imaginaba que la historia del mundo estaba cambiando al pie de
su ventana: “Hoy es difícil explicar que en esa época ser gay era despreciable.
Si eras negro, parecía que la sociedad entera estaba en tu contra. Pero si eras
gay, la sociedad entera y hasta tu propia familia estaba en tu contra. Nadie se
quedaba en el armario por gusto, simplemente nadie podía vivir fuera de él”.
Mientras tanto, en la calle la batalla seguía. Llegaron
refuerzos y los agentes formaron una línea de ataque que sacó a los
manifestantes hasta la avenida, pero no se dieron cuenta de que los gays
corrían alrededor de la manzana para sorprenderlos por detrás y seguir
peleando. Los enfrentamientos duraron toda la noche. “De un lado estaban los
policías alineados y del otro los travestis hacían una línea de coristas, burlándose
de los policias en su cara. Yo me sentí como un gladiador. Me sentí más hombre
que nunca”, dice Martin Boyce. “Esa noche—escribió Lanigan-Schmidt —las ratas
callejeras brillaron como el oro más precioso”. Los más marginados dentro del
grupo homosexual —afeminados, travestidos, marimachos— fueron quienes tuvieron
el coraje de luchar para crear un cambio social definitivo.
La noche siguiente unas mil personas volvieron a
Christopher St. para pelear otra vez contra la policía y ese encuentro fue más sangriento,
con bombas lacrimógenas y docenas de heridos. Pero a la siguiente noche
volvieron una vez más. A raíz del levantamiento se organizaron nuevos grupos
que repartieron panfletos, escribieron cartas a la prensa, exigieron justicia y
finalmente, en el aniversario de los disturbios, organizaron una marcha: se
haría el 28 de junio de 1970, a plena luz del de día, subiendo por la Sexta
Avenida desde Christopher St. hasta Central Park.
“Me enteré de la marcha y, la verdad, no pensaba ir
—cuenta Segalman—. Pero varios amigos míos que ni siquiera eran gays estaban
entusiasmados y me convencieron de que fuéramos. Querían apoyar el derecho de
todos a ser como somos. El ambiente de la marcha fue festivo, no violento, y
atrajo a una multitud que nadie se esperaba. Yo estaba aterrado de que mi madre
me viera en televisión y había muchos que desfilaban con bolsas de papel sobre
la cabeza porque tenían miedo de perder sus trabajos”.
La marcha empezó con menos de cien personas, pero por el
camino se fueron uniendo más hasta llegar a unas dos mil. “Recuerdo que la
cobertura del motín de Stonewall fue un poco rara. La prensa la ridiculizó, y
lo que pusieron en televisión no te dejaba entender muy bien qué había pasado”,
cuenta el músico Rick Pascual, quien apenas tenía 16 años en esa época.
Pascual crecía en un barrio de clase obrera en Queens, a
un par de estaciones de metro de Manhattan. Veneraba a los Beatles y antes de
terminar el bachillerato ya sabía que no iría a la universidad: su pasión era
la música y aunque aprendió a tocar varios instrumentos eligió el más discreto:
el bajo. “A mí me gustaban los hombres, pero el único gay que conocía era un
peluquero amigo de mi madre, un hombre que unos días se pintaba el pelo de
rosa, otros de azul, y al que todos llamaban mariquita. Seguramente era un tipo
maravilloso, pero yo pensaba que para ser gay tenía que ser como él, y yo no
quería ser como él”.
Las fotos de la marcha de 1970 cambiaron por completo la
percepción que Pascual tenía de lo que podía significar ser gay: “Cuando vi las
imágenes del desfile en el periódico, y descubrí a tanta gente de todo tipo, me
di cuenta de que yo podía ser gay y seguir siendo yo mismo”. Los bajistas
tienen fama de introvertidos, pero Pascual es abierto y simpático. Me cita en
el Neptune Diner en Astoria, una cápsula en el tiempo de los años cincuenta,
situado a la sombra de las vías del metro “N”. Rick es un hombretón maduro y
masculino, que no titubea a la hora de decir quién es y qué es lo que piensa.
“Recuerdo ir al Julius —otro bar gay del Greenwich
Village— a principios de los sesenta y no atreverme a entrar, y dar la vuelta a
la manzana diez veces, y aun así irme a casa sin haber intentado cruzar la
puerta. Pensaba que una vez que entrara a un sitio así mi vida iba a cambiar y
no sabía qué me iba a pasar. Pero poco a poco empezaron a aparecer personajes
gays en películas y en la televisión, y ya no los mataban como antes, ahora
sobrevivían hasta el final. La cultura gay fue permeando las artes y el
entretenimiento”, explica Pascual.
Esta influencia se manifiestó particularmente en la
música: David Bowie, Roxy Music, Queen y Elton John tenían éxito masivo con
canciones más que ambiguas. En el escenario se permitían amaneramientos nunca
vistos. Mientras tanto, artistas como Bette Middler, Barry Manilow, Patty
Labelle y Sarah Vaughan se presentaban en saunas gays como The Continental en
Manhattan.
La liberación sexual, la liberación femenina y la
revolución gay confluyeron en la vida nocturna neoyorkina: la famosísima
discoteca Studio 54 presumía de acoger clientes tanto gay como straight
[heteros]. Para Pascual el mejor club de Manhattan era el Galaxy 23, ubicado
donde ahora están los cines de la calle 23 y la Octava Avenida: “Eran cuatro
pisos llenos de gente muy intensa, donde a nadie le importaba quién eras ni con
quién te estabas besando. Éramos hombres, mujeres, gays y straight reunidos
gracias al poder de la música”.
“Confieso que yo no participé en el desfile gay. No
formaba parte de mi personalidad. Sentía que con ser abiertamente homosexual en
el mundo de la música, que era notoriamente masculino y homófobo, ya estaba
haciendo mi parte”. Un día de otoño en 1979, mientras la banda en la que tocaba
Pascual, Filthy Rich, grababa un disco en RPM Studios en la calle 12, Ron Johnson,
quien había sido productor de Kiss, les presentó a un cantante excepcional con
el que grabarían dos álbumes: Klaus Nomi. Nomi era un contratenor alemán que de
día trabajaba como repostero y de noche cantaba en los clubs underground del
East Village. Su registro vocal iba de barítono hasta soprano, y su repertorio
desde baladas de los años cincuenta hasta arias de ópera barroca. “Más que gay,
Klaus era una rareza, parecía un extraterrestre. Sus canciones estaban llenas
de ambiguedades. No hacía falta que dijera que era gay”.
Su primer álbum “Klaus Nomi”, publicado en 1981, fue un
éxito rotundo. Pero al año siguiente, mientras hacía la gira de promoción de su
segundo disco, “Simple Man”, Klaus empezó a sentirse enfermo. “Lo vi toser
mucho antes del concierto que hicimos en París. Cuando estaba interpretando
“The cold song”, un aria de Henry Purcell, y llegó el momento de cantar la nota
más aguda de la canción, la nota nunca salió de su garganta. Todos nos miramos
alarmados”. En 1983, Klaus fue uno de los primeros famosos en morir de sida. “A
veces parece una conspiración. Es como si alguien hubiera decidido que los gays
éramos demasiado populares. Que la gente nos estaba aceptando demasiado rápido.
Esta era la manera de hacer que nos odiaran de nuevo”, reflexiona Pascual.
El primer caso de la enfermedad se documentó en 1981,
pero Ronald Reagan no mencionó la palabra sida en público hasta octubre de
1987, cuando casi 60.000 casos y más de 27.000 muertes se habían reportado. El
gobierno se negó a informar al público de cómo se transmitía la enfermedad, y a
los grupos que tomaron la iniciativa de educar a la comunidad les negaron
fondos federales. “Fue ahí cuando finalmente salí a manifestarme”, explica
Pascual. “No tiré ladrillos ni me peleé con la policía, pero iba a las
reuniones de Act Up. En ese momento todos hacíamos falta en la calle”. Una vez
más los homosexuales se convertían en intocables, y una vez más, salieron a
exigir que se reconocieran sus derechos. La consigna de esta generación fue
“silencio = muerte”.
Han pasado 47 años desde el levantamiento del Stonewall,
y el desfile del orgullo gay en Nueva York ha crecido y sigue creciendo. Hoy
atrae aproximadamente a un millón de personas, aunque los de Sao Paulo y Madrid
duplican y casi triplican ese número. El desfile en Manhattan se ha vuelto
predecible y hasta comercial. Ya no te hace ruborizar como en los años setenta,
y ya no tiene la urgencia epidémica que tenía en los ochenta, pero nos recuerda
que la lucha sigue.
El antiguo Stonewall Inn ya no existe, lo cerraron poco
después del motín. El local original constaba de dos casas contiguas en el 51 y
el 53 de la calle Christopher, los locales fueron separados y en 1990 un nuevo
Stonewall Bar abrió en el número 51. En el local adyacente pusieron uno de esos
misteriosos salones de manicura que han aparecido y se han multiplicado con el
ímpetu de la viruela.
Este nuevo Stonewall no es el bar gay más popular de
Christopher Street. Es como si le faltara el enfoque: Ty’s tiene a los osos,
The Hangar es para los afro-fans, The Monster tiene mucho de puente-y-túnel, y
Marie’s Crisis (rivalizado por el Duplex) monopoliza el culto a los musicales
de Broadway. El Stonewall es apreciado por algunos hipsters en su desesperada
búsqueda de la autenticidad, pero sobre todo es la parada obligatoria de los
turistas que quieren comprarse una camiseta conmemorativa.
Lo han reformado en plan bar antiguo: las paredes están
cubiertas con paneles de madera oscura y las lámparas art déco son falsas pero
tienen buenas intenciones. Su tenue luz trata de recrear la atmósfera del
garito que ya solo existe en la memoria de una docena de testigos. El único
recuerdo de aquella época son esos recortes amarillentos de prensa que cuentan
la noticia de esa redada final que cambió la historia. “Siempre me dio
vergüenza manifestarme, salir a la calle a protestar. Pero cuando me muera
¿cómo me van a recordar si nunca supieron realmente quién fui?”, concluye
Richard Segalman. Segalman se perdió el levantamiento que tuvo lugar bajo su ventana
en 1969, pero no se ha perdido ninguna de las 46 marchas que se han hecho en
Manhattan después.
*Este artículo fue originalmente publicado en el número
94 de Vanity Fair. Recuerde que Vanity Fair está disponible también en versión
digital para todo tipo de dispositivos.
Graciasss/www.revistavanityfair.es/orgullo-gay-pride-origenes-stonewall/
Comentarios
Publicar un comentario