JAPÓN: AMORES ENTRE SAMURAI, MONJES Y ACTORES
La pluma del gran escritor Ihara Saikaku narró el amor
entre hombres en un texto que fue best seller en el siglo
XVII y que es un delicioso clásico en nuestros días.
Por Amalia Sato
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La pluma del gran escritor Ihara Saikaku narró el amor
entre hombres en un texto que fue best seller en el siglo
XVII y que es un delicioso clásico en nuestros días.
Por Amalia Sato
Ciudades, dinero y
diversión
Durante el período Edo (1600-1868), con el cambio del
mundo medieval al moderno, las ciudades de Edo (hoy Tokio), Kioto y Osaka,
adquieren la complejidad de circulación de los grandes centros urbanos, con sus
zonas para el entretenimiento y sus audiencias ávidas; donde florece una
cultura urbana y popular, de colores fuertes y pasiones a flor de piel. Japón,
cerradas sus fronteras, tras la expulsión de los cristianos en 1614, selecciona
sus contactos con el mundo externo y sólo los holandeses están autorizados a
comerciar dentro de un territorio bien delimitado, cerca de la ciudad de
Nagasaki, al sur.
La rígida división de la sociedad en tres clases:
guerreros, campesinos, comerciantes/artesanos, en ese orden de jerarquía se ve
sacudida por el desarrollo de la cultura propia de los comerciantes (chōnin):
con sus ideales hedonistas y su conceptualización de modos de vida
alternativos. Vale la pena señalar que el vigor que adquirió la clase
comerciante le debe mucho al contacto movilizador con los cristianos
portugueses y españoles, durante un siglo cuya importancia merece ser revisada.
El refinado florecimiento cultural y sostenido bienestar económico, con rasgos
epicúreos, anticiparon el dinamismo de la modernización del posterior período
Meiji (1868-1912).
Amor por los
jovencitos
En esa sociedad bien estamentada, se aceptaban sin
censuras las relaciones amorosas entre hombres, un tipo de preferencia que se
denominaba nanshoku (nan color, atracción + shoku varón). En la filosofía
budista, el mundo percibido por la mirada era origen de deseos que
obstaculizaban el avance en el camino de la iluminación, pero de una potencia
que creaba el ámbito para el placer erótico, con formas distractivas y
amenazantes. La vía de realización más codificada en las relaciones
homoeróticas era “el camino por los jóvenes” (shudō), una relación asimétrica,
pautada por un discurso ético y estético, cuyo origen se remontaba a las
relaciones de los monjes budistas y que los samurai habían copiado los. Iro, un
término clave, no distinguía el amor físico del mental, koi era un sentimiento
unilateral de adoración que no esperaba correspondencia.
El monje Kūkai (774-835), fundador de la secta budista
Shingon, era venerado como patrono del amor entre hombres, pues se le atribuía
la introducción del modo nanshoku luego de su estadía en la China Tang en 806.
Kūkai y el Monte Koya, sede del templo central, se convirtieron así en
símbolos. Los jovencitos que servían de compañía a los monjes, los chigo, eran
adorados como encarnación de Bosatsu Kannon, y se los designaba muchas veces
como “niños divinos”. Durante los siglos XV y XVI, los misioneros jesuitas
portugueses ya se habían sorprendido ante la naturalidad de lo que con sus
prejuicios calificaron de sodomía. Hay testimonios de condena hacia las
preferencias sexuales de los daimyō o jefes militares de la época, de Juan
Fernández (1526-1567), de Alessandro Valignano (1539-1606) y Francisco Javier,
convencidos del carácter diabólico del budismo. Y la lista de famosos
censurados incluía a muchos hombres del poder como Ashikaga Yoshimitsu, Oda
Nobunaga, Toyotomi Hideyoshi, Ieyasu, Tsunayoshi, Iemitsu. Pero lo cierto es
que con tanta franqueza estaban reconocidas este tipo de conductas que hasta se
celebraba el Festival del Crisantemo (el 9 de setiembre), en honor del joven
poseído, con el botón de crisantemo como símbolo del ano.
El tema era objeto de reflexiones apasionadas: un popular
libro Historia de un patán del campo (1624) argumentaba a favor de los
muchachos y sus mayores méritos frente a las mujeres, como compañeros
sexuales. Eran usuales también debates
donde se juzgaba a los expertos en el amor por los hombres como dotados de un
discernimiento culto, comparados con aquellos que preferían a las mujeres, a
quienes se calificaba de rústicos, si bien lo que generalmente se intentaba
comprender era la complementariedad más que la oposición entre ambos modos. Las
consideraciones sobre la masculinidad se apoyaban también en aspectos
filosóficos: como la retención de energía yang en el sexo entre varones. (El
debate sobre las mudanzas de la masculinidad será central en el siglo XVIII,
cuando se tema por el predominio de la energía femenina yin, más líquida y
mutable). Y se admitía con naturalidad que los senderos eróticos podían recorrerse
en diversas direcciones, sin elecciones definitivas e inflexibles. La vía de
los jóvenes se consideraba un camino, cuya disciplina física y espiritual
implicaba especialización, transmisión, normativas, universalidad y autoridad.
En esta tradición de lazos amorosos entre varones, según
la codificación del siglo XVII, la idealización del joven y la función docente
del adulto mayor reflejaban las jerarquías sociales. El adulto como proveedor
de apoyo emocional, es un modelo de hombría y respaldo social; siendo “el que
es provocado por sentimientos”. Como la muerte joven era uno de los ideales,
las máximas pruebas de amor eran el suicidio ritual (seppuku) en el caso de los
samurai, y tomar las órdenes religiosas en el caso de los actores.
Los jóvenes amados, los wakashu, una categoría de muy
breve duración, llevaban vestidos de mangas largas con estratégicas aberturas
en las axilas, y una serie de cambios en su peinado señalaba su crecimiento: a
los 12 llevaban unos mechones sobre la frente – el dato de mayor fetichismo
erótico -, a los 15 se afeitaban las sienes en ángulo recto y los mechones se
repartían hacia los costados, para desaparecer por completo a los 19, cuando
pasan a los trajes con mangas cerradas en las axilas. El esplendor sólo ser
reconocía entre los 15 y los 17 años, edad en que se celebra la ceremonia que
marca el cambio al status sexual de adulto. El vínculo en la pareja era
fraterno pero jerárquico, y la asimetría obligaba al joven a complacer siempre,
movido por la compasión o amor responsable. A su vez, eran de rigor en el
adulto la elegancia, el estilo y la sofisticación, que debían revelar el savoir
faire del experto conocedor.
El mundo de las
azaleas entre las rocas
En 1676, el erudito Kitamura Kigin edita una antología de
poemas nanshoku con el título “Azalea entre las rocas”, cita del celebérrimo
poema de Shinga Sōzu (801-879), un discípulo de Kūkai, que según la tradición
había sido redactado en una cabaña tras la renuncia a la pasión física, y que
estaba dedicado al amante modelo, Ariwara no Narihira.
Memorias de amor reviven,
como las azaleas entre las rocas que florecen
en el monte Tokiwa.
Mi pétreo silencio sólo prueba cuán desesperadamente
Te quiero.
Aclaremos que Ariwara era el ideal de finura de la antigüedad,
y también la aspiración de esa época Edo: alguien que había perseguido el amor
según una variedad de orientaciones, un refinado vagabundo cuyos recorridos se
leían como ejercicios sexuales de un peregrinaje carnal. La imagen de la azalea
entre las rocas fue desde entonces el más delicado símbolo del homoerotismo. La
planta de verano, símbolo de la constancia del amante melancólico, con el juego
de palabras con iwa (al mismo tiempo “roca” y “no decir”).
Saikaku, cronista
de amores trágicos
Ese mundo “clausurado” (sakoku) tuvo su momento de
esplendor en el período Genroku (1688-1703) con sus irradiaciones culturales
inéditas, y uno de cuyos protagonistas principales fue el narrador Hirayama
Tōgo (1642-1693) – más conocido por sus apodos literarios “Grulla Eterna”,
“Grulla del Este” (o Ihara Saikaku, pseudónimo que se impuso), o “Fénix del
Oeste” – integrante junto con el poeta Bashō y el dramaturgo Chikamatsu de un
trío literario inmortal.
Saikaku era un próspero comerciante de Osaka, que en 1675
tras enviudar y perder también a su hija, se afeita la cabeza e inicia una vida
errante de monje budista. Deja sus negocios en manos de sus empleados y se
dedica a la composición de poesía encadenada. Práctica en la que se lo
reconocía como un hábil maestro, con una entrenada libertad de expresión, dotes
que ejercía en concursos donde improvisaba oralmente. Tan suelto era en su
expresión y tan heterodoxo que lo habían apodado “el Holandés”, pues resultaba
tan excéntrico como esos residentes extranjeros de Nagasaki por su habla y
vestimenta.
Testigo de la vida
de una ciudad paralela que no duerme, comienza a volcar en narraciones sus
experiencias en teatros y burdeles a partir de sus 40 años. Era en ese “mundo
flotante”(ukiyo) donde el orden normal de la sociedad se rechazaba y revertía:
allí los comerciantes se encontraban por encima de los samurai, y los
descastados actores del teatro kabuki, los libertinos y las cortesanas, eran
árbitros de la moral y las formas. Las exhortaciones confucianistas a la frugalidad,
el orden y la rectitud eran allí objeto de burla y escarnio, y, por supuesto
las reglamentaciones sobre el lujo se ponían en ridículo.
En 1682 Saikaku
publica su primer libro en prosa El hombre que gustaba del amor, cuyo éxito lo
convierte en un autor muy solicitado, al extremo de tener que trabajar desde
1688 con un equipo de ayudantes para poder responder a la demanda de su
público. Con los diez libros que produzca en los diez últimos años de su vida
cambiará el panorama de la ficción, maestro del género de narraciones populares
más tarde denominadas “narraciones del mundo flotante” (ukiyo-zōshi), del que
es inventor. En su prosa reflejaba magistralmente y con compasivo humanismo los
vaivenes y la impermanencia que el budismo explicaba.
Aprecio por las
identidades móviles
Igual que el protagonista de su novela y como muchas
figuras de la cultura de Edo, como el poeta Bashō, libertinos como Hiraga
Gennai y Ota Nampo, o estudiosos como Kinjo, el propio Saikaku se relacionó
amorosamente tanto con hombres como con mujeres. En 1713 se publicará en Osaka el Wakan Sannai
Zue, una enciclopedia de la época Ming (su nombre chino: San Cai Tu Hui), que
se convirtió en un venero de datos para los cultores del nanshoku. Allí se lo
definía como ese toque, concepto del gusto, expresión de la sofisticación de la
cultura, algo que depende del contexto, hábito que va y viene según las etapas
de la vida, tal cual lo vivían estos artistas, para quienes la sexualidad era
una actividad y no una identidad fija. A los 30 Bashō perdió interés por las
relaciones con hombres que hasta entonces había practicado, pero veinte años
más tarde volvió a ellas. La historia del daimyō de Echigo, Nihatta Kaiko,
también es conocida: se enamoró del actor Segawa Kikunojō, pero como el romance
no prosperó se volcó al amor por las mujeres.
40 episodios de
amor entre varones
El Gran espejo del amor entre hombres (Nanshoku Ōkagami)
considerada una obra maestra de la literatura se edita primero en Kioto y Osaka
(1687) y en segunda edición en Edo. El
subtítulo es “La Costumbre del amor por los muchachos en nuestras tierras”.
Está dividido en ocho secciones, con cinco historias cada una. El libro, que
por momentos que extrema el tono misógino, se dirige a un público de hombres,
con un muestrario de la mayor variedad de amores. Las cuatro primeras secciones
están dedicadas al amor romántico de los samurai, visto con nostalgia
idealizante; las cuatro últimas a los amores donde media el pago, en el mundo
de los actores y su etiqueta. Pasa allí a primer plano el dinero, cuya falta
socavaba el prestigio de los samurai en Edo, endeudados y en funciones
burocráticas, y se adueñan de la escena los travestidos actores onnagata
quienes se movían en una frontera que había estilizado el erotismo feminizándolo
y había obligado a nuevas legislaciones para mantener el decoro y el orden
social.
Es importante señalar que los libros con temática
homoerótica eran un fenómeno de consumo masivo, y se han contabilizado más de
600 textos dedicados a la transmisión y reflexión sobre este modo de
relacionarse, a tal punto procurados que existían librerías de préstamo. La
imprenta reemplazaba al maestro personal y todos querían un lucido desempeño.
El interés por los dos modos de atracción, por los jóvenes y por las mujeres,
podía coexistir en una misma persona, y los hombres casados también podían
continuar relacionándose con muchachos, pues entre los samurai el casamiento
con una mujer cumplía exclusivamente la misión de preservar el linaje. Pues
frecuentemente, a decir verdad, los conocedores de muchachos eran también
recalcitrantes misóginos. Como los arquetipos deseables se codificaban a partir
de la literatura, el conocimiento de los clásicos era algo imprescindible para
manejar perfectamente los matices del código.
Saikaku en su obra pasa de una visión negativa y
pesimista a otra más pragmática y hedonista, influido por el neoconfucianismo.
Los contrastes Kioto/Osaka, masculino/femenino, y urbano/ rural van
sucediéndose en episodios de enorme dinamismo, en los que sexo y romance son
una afirmación de lo personal. Exaltación de experiencias privadas para un
mundo demasiado categorizado, donde las oportunidades de expresión estaban muy
restringidas bajo el control del gobierno Tokugawa: por un lado, la creencia
budista en el karma permitía trascender los rígidos marcos del honor y
justificaba los sentimientos inexplicables; por otro lado, se moría por el
deber confuciano con la ilusión de una nueva vida en el Paraíso budista. Es
decir: a dilema confuciano, solución budista.
Apelando a su facilidad para las parodias literarias,
Saikaku inventa un nuevo marco mitológico para fundar el amor entre los
hombres: nace en el tiempo de los dioses y antes de los dioses masculinos y
femeninos de una cuarta generación, precediendo al amor por las mujeres; una
Teoría sobre las libélulas y su modo de acoplamiento le sirve para juguetear
con una erudición disparatada. Los 23 pares de comparaciones misóginas que
inician el libro son una copia burlona de las famosas listas del Libro de la
almohada de Sei Shonagon. .
Fin de una era
Maestro en la etiqueta de un mundo galante, reino de lo
impermanente, donde la combinación de lo “chic” (iki), la mirada del experto
(tsū), la comprensión de los sentimientos ajenos (sui) y la estocada de humor
intencional (share) eran de rigor, Saikaku se despidió con elegancia de este
mundo: “La extensión de una vida humana ha de ser de unos 50 años, demasiado
para un hombre como yo. Sin embargo, por dos años más se me ha permitido
disfrutar de la vista de la luna en este mundo”.
En 1716, cuando se publica Hagakure (A la sombra de las
hojas) de Yamamoto Tsunetomo, suerte de guía para incorporar la ética samurai,
y que proponía un vínculo entre hombres excluyente, con una misoginia extendida
incluso hacia madres y hermanas, ya Saikaku era una cita erudita. Para la era
Kanei (1789-1800) el modo de amor nanshoku ya había desaparecido como ideal,
combatido por los intelectuales de la Escuela Holandesa (Rangaku). La
declinación de las virtudes guerreras influyó tremendamente en la debilitación
del lazo entre varones. A partir de 1790 empieza a festejarse el día del varón
(el 5 de mayo) en honor de un general chino del siglo VIII Zhong Kuei, y
también el día de las niñas, manifestaciones de una pedagogía política
nueva.
Con la entrada en la modernización Meiji y la creciente
influencia occidental, aumentan los prejuicios contra la cultura homoerótica y
se asiste a su patologización. Desde Occidente, en cambio, Japón y la Grecia
clásica se tomarán como modelos de tolerancia social que aquellos comprometidos
en las reformas penales respecto de la homosexualidad, como Edward Carpenter en
Inglaterra o Ferdinand Karsch-Haack en Alemania, toman en cuenta. Al iniciarse
el siglo XX se incorporan dos términos en la lengua japonesa: dōseai
(homosexualidad) y hentai (perversiones sexuales). Al mismo tiempo el concepto
moderno de adolescente da lugar a una estética de fascinación por los efebos
(bishōnen), y la difusión de conceptos psicoanalíticos contribuye en las
décadas de 1920 y 1930 a la estética ero-guro-nansensu (erótico, grotesco y sin
sentido) que recreará los juegos de identidad de los sexos y encontrará nuevas
fuentes de placer en la estigmatización.
Vita Sexualis (1912) de Mori Ōgai y Confesiones de una
máscara (1949) de Yukio Mishima son las citas obligadas de la incursión
psicologista en el tema. La década de 1980 vio, a causa del descontento de los
jóvenes por la persecución exclusiva de metas económicas, un retorno a un Edo
idealizado y a una relectura de sus clásicos, y muchos revisaron con curiosidad
ese ciclo histórico del amor entre hombres, con sus etiquetas y ceremonias,
pasiones y dolores, que como todo lo que puede leerse con la melancolía de algo
ya cumplido se convierte en extraño espejo del presente.
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