“MUJERCITOS”: MEMORIA PÚBLICA Y DUELO COLECTIVO
EN EL
FOTOPERIODISMO SENSACIONALISTA
by Cuitláhuac Moreno Romero
29 sept 2023
Resumen
Este artículo aborda la producción de imágenes surgidas
desde el fotoperiodismo sensacionalista en México entre los años sesenta y
noventa del siglo XX, con la finalidad de discutir las implicaciones políticas
de la circulación de retratos forzados en la prensa amarillista. Igualmente se
abordará qué significa el uso de cierta gestualidad y performatividad disidente
por parte de las personas retratadas, a manera de un acto paradójico de
resistencia política al mismo tiempo que son representados como modelos de
individuos criminales y sujetos patológicos, mientras son expuestos y juzgados
frente a la mirada pública a través del dispositivo del retrato fotográfico. El
marco teórico del artículo se orienta por una estrategia deconstructiva y se
sirve de las categorías de memoria pública (memoria política) y trabajo de
duelo colectivo de acuerdo con el pensamiento de Jacques Derrida.
Palabras clave:
Mujercitos, cultura visual, memoria política, trabajo de duelo, deconstrucción.
«Prohibido el reposo a cualquier forma de buena
conciencia. Aunque jamás se debería hablar del asesinato de un hombre como de
un símbolo, por más que fuese ejemplar en una lógica del emblema, en una
retórica de la bandera o del martirio. La vida de un hombre, tan única como su
muerte, será siempre más que un paradigma; otra cosa que un símbolo. Y es esto
precisamente lo que un nombre propio debería siempre nombrar.»
Jacques Derrida, Espectros de Marx
¿Qué es lo que puede esperarse de una representación?
¿Qué hace y qué produce una representación cuando hablamos de personas? ¿Qué
significa —todavía más— que exista representación de individuos vulnerables y
subalternos? ¿Y qué dice de la cultura y las sociedades en que habitamos la
conservación y circulación de dichas representaciones? ¿No se encuentra toda
representación de individuos asediada por la injusticia y por la reproducción y
perpetuación —posiblemente infinita también— de esa misma injusticia?.
Lo que tenemos enfrente, para nuestro caso, con esta
serie de preguntas de arranque —cuestionamientos un tanto violentos, sin duda—
es el lugar que ocupan las representaciones de los famosos o infames
«mujercitos», en tanto que son figuras inquietantes porque sus retratos
fotográficos nos ponen de manifiesto y son prueba residual, pues, de las
prácticas de persecución y control social en la sociedad mexicana moderna que
las asedió. Sus rostros y semblantes son por igual un llamado a una justicia
que se encuentra a la espera y de la cual cabe todavía mucho por pensar, sobre
todo porque dicho llamado a la justicia está cercado por una injusticia
inevitable, no solo porque se trata de registros de violencias en el pasado,
también les aguarda una injusticia presente y futura, una injusticia por
venir.
Al momento de decidirme a pensar qué tienen en común
deconstrucción y técnica, lo primero que vino a mí fue el tema de la memoria y
la injusticia alrededor de la construcción de la visualidad de figuras
vulnerables y subalternadas, en específico quería abordar un momento clave en
la producción de una iconografía convulsa en el fotoperiodismo mexicano de la
segunda mitad del siglo pasado; para ser un tanto más preciso, para quienes no
estén familiarizadas con el tema, se trata de fotografías documentales de la
prensa amarillista y de nota roja que buscan construir y presentar una figura
múltiple y esquiva, a la que el fundador de la revista Alarma!,
Carlos Samoaya Lizárraga, denominó groseramente «Mujercitos», y continuó usando
el mote para muchas de las publicaciones ulteriores a la fundación de la
revista en 1963.
«Los mujercitos» conforman una constelación de
semblantes, gestos, poses e imposturas, que han provocado una iconografía
singular para representar sujetos políticos de las disidencias sexuales en el
imaginario social de nuestro país. «Los mujercitos» son, pues, ante todo
imágenes, pero sería burdo y tosco sostenerlos en ese sitio, y no dejar que
sean algo más que perfiles, retratos y representaciones. En parte, lo digo,
porque la producción de sus fotografías juega un doble mecanismo, cuando menos.
Por un lado, la palabra es una ironía y un insulto, el
pronombre y su conjugación en masculino de la palabra ‘mujercitas’ busca
feminizarlos en un sentido distinto a la performatividad femenina que ellos y
ellas parecen buscar. Coincido con el señalamiento de Susana Vargas en que no
es fácil ni recomendado, salvo que sea solicitado de manera expresa, adscribir
una identidad de género a «los mujercitos», y que, en todo caso, debido a la
época de la que vienen las imágenes, es posible considerarles bajo una
categoría paraguas de travestis, que puede alcanzar lo mismo a personas que
actualmente podrían identificarse políticamente como personas trans, no
binarias, maricas o tal cual travestis.[2]
Ahora bien, podemos señalar que ante todo se trata de
figuras que son presentadas bajo una perspectiva que les feminiza; en su
libro ¿Qué quieren las imágenes?, W. J. T. Mitchell
habla precisamente de la feminización en la representación visual de sujetos subalternos,
principalmente mujeres, sujetos racializados o poblaciones en vulnerabilidad
económica, mismos que son retratados de tal manera que lo que vemos es más bien
la perspectiva y criterio de la mirada que las ha articulado. Vemos a estos
individuos desde una mirada masculina.
Mitchell, siguiendo a Catherine MacKinnon, hablará de la
representación misma como un acto de violencia cuando los sujetos se convierten
en objetos epistémicos y son representados desde una posición “pasiva”, en
tanto que no son ellos quienes deciden cómo serán presentados.[3] La crítica de
MacKinnon habla precisamente de la pornografía como violencia representacional
con base en dicha mirada masculina que feminiza a sus sujetos, al tiempo que
registra el acto de violencia en sí mismo. Mitchell también seguirá a Franz
Fanon para señalar como los sujetos con huella de tecnologías de género, clase
y raza, son al mismo tiempo repudiados y codiciados: «Es el nudo doble que
aflige tanto al sujeto como al objeto de racismo en un complejo de deseo y
odio».[4] Utilizará la
siguiente fórmula:
«Con respecto al género de las imágenes, está claro que
la posición “estándar” de las imágenes es femenina, “construye espectadores”,
en palabras del historiador del arte Norman Bryson, “en torno a una oposición
entre la mujer como imagen y el hombre como el portador de la mirada” —no
imágenes de mujeres, sino imágenes como mujeres.»[5]
No es complicado ver que en la producción
representacional de «los mujercitos» opera un dispositivo idéntico en su
mecanismo de articulación de visualidad. Se les identifica con todo tipo de
denominaciones agresivas: homosexuales, amanerados, afeminados, invertidos,
pervertidos, depravados, asquerosos, transvestistas, etcétera. Estas palabras
acompañan sus retratos forzados a modo de titulares. Por otro lado, la
circulación de las fotografías acompañadas con estos insultos y agravios se
convierte en un mecanismo de amenaza y de condena previa para quienes puedan
identificarse con ellos al mirar sus rostros mancillados, y en ocasiones
golpeados por los policías, en los exhibidores de los voceadores y tiendas de periódicos
en sus trayectos por las ciudades. Las imágenes funcionan al modo de un aviso
para quienes transgredan la norma de representación binaria de las tecnologías
de género. Los tabloides son también una promesa de persecución.
Pero todo este escenario ocurre en el momento y horizonte
histórico de su emergencia, entre los años sesenta y ochenta del siglo pasado.
No obstante, las imágenes siguen circulando. Producen memorias comunitarias,
producen resistencias políticas de grupos y comunidades homosexuales, trans y
travestis, principalmente; además, ya no siempre van acompañadas con el
mecanismo amenazante de estigmatización y la promesa del proceso penal que en
su momento hacía la dupla imagen/leyenda, es decir, la fotografía acompañada
por un titular escandaloso y humillante.
Además de considerar las condiciones y mecanismos al
momento en que son producidas estas imágenes y puestas a circular en la nota
amarillista, y en ocasiones en la nota roja, tendríamos que preguntarnos
también en qué términos se juegan los problemas vinculados a su conservación y
circulación.
Creo que justamente es necesario tomar en cuenta una
mínima genealogía de esta práctica de representación, que si bien se ajusta en
el siglo XX a la fotografía como un régimen de verdad visual[6] que es tributario
de las instituciones sociales vigentes en el México moderno, no opera ya al
menos en los formatos de la prensa y el periódico como tecnologías de difusión.
En su estudio, El peso de la representación,
John Tagg habla de manera detenida de cómo «la policía comprendió enseguida el
valor de las fotografías a efectos de identificación».[7] Retomará de
Foucault la idea de un régimen de verdad, para referirse a cómo los registros
fotográficos de individuos criminales o abyectos son administrados por poderes
estatales, médicos, jurídicos, y la fotografía forma parte de sus tecnologías
de control. La represión policiaca se ve respaldada por el régimen de verdad
fotográfico en la medida en que es una tecnología documental:
«La aparición de lo “documental” como prueba de un “caso”
individual estaba unida a este desarrollo del examen y a un cierto método
disciplinario, así como a esa crucial inversión del eje político de la
individualización, que es un elemento integral de la vigilancia:
Durante mucho tiempo, la individualidad común —la de
abajo y de todo el mundo— se ha mantenido por debajo del umbral de la
descripción. Ser mirado, observado, descrito en detalle, seguido a diario por
una escritura ininterrumpida, era un privilegio. La crónica de un hombre, el
relato de su vida, su historiografía, relatada al hilo de su existencia,
formaban parte de los rituales de su poderío. Ahora bien, los procedimientos
disciplinarios invierten esa relación, rebajan el umbral de la individualidad
descriptible y hacen e hicieron de esta descripción un medio de control y un
método de dominación. No ya monumento para una memoria futura, sino documento
para una utilización eventual. Y esta nueva descriptibilidad es tanto más
marcada cuanto que el encuadramiento disciplinario es estricto: el niño, el
enfermo, el loco, el condenado (…)».[8]
Podemos ver, también, que la persecución y
marginalización de sujetos feminizados no constituye en realidad una práctica
por entero nueva en los años sesenta del siglo XX; y mucho menos cuando se
trata de producir un semblante del régimen de depravación y perversión al que
se ha querido adscribir a las personas que fueron identificadas con la
categoría de «mujercitos» como modelo de representación de abyección sexual.
El esquema de la escena que se representa en dichas
fotografías es un retrato involuntario,[9] como ya anunciaba
al inicio, principalmente porque lo característico de las imágenes de los
mujercitos es la flagrancia en la que son descubiertos vestidos de mujer por
las autoridades policiacas. Se trata de redadas en la calle mientras ejercen
trabajo sexual, en casas particulares o en discotecas y arrabales, o incluso en
antros y fiestas clandestinas. De modo que es justo su condición de amanerados
y travestides lo que posibilita que sean procesados por instancias jurídicas,
pero es precisamente la fotografía tomada por los fotoperiodistas lo que
garantiza al aparato de veridicción (Foucault), el régimen visual de verdad
jurídica (Tagg), esta es la tecnología que permite garantizar la prueba de su
ilegalidad, o sea que la fotografía misma está inserta en un entramado de
interpositividad institucional que los juzga y condena, a la par que decide
cómo representarles.
En su trabajo de investigación Retrato
involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia (2014),
Mariana Azahua nos señala lo siguiente respecto de otros casos, pero que aquí
puede aplicarse casi de manera idéntica:
«Al analizar una fotografía, y para tal caso, cualquier
imagen, resulta fundamental entender el contexto de su producción. Es crucial
descartar la posibilidad de que las fotografías de linchamientos hayan sido
creadas con el espíritu de denuncia, pues ni siquiera fueron producidas con
intención comunicativa en el sentido periodístico; fueron creadas como trofeos,
recordatorios de la superioridad de la masa. James Allen, coleccionista y
estudioso de las postales de linchamiento, considera que en estos casos “el
fotógrafo era más que solo un espectador perceptivo en los linchamientos. El
arte fotográfico jugaba un papel significativo en el ritual como forma de
tortura o acaparamiento de souvenirs (…) La lujuria incitaba su reproducción y
distribución comercial, facilitando la repetición infinita de la angustia.
Incluso ya muertas, era imposible que las víctimas encontraran refugio”.»[10]
La diferencia entre la postal de linchamiento y el
fotoperiodismo radica en el alcance de la publicación. Pero en ambos toma
partido el juicio moral y la pretensión de superioridad de la masa, que los
relega a sujetos de segundo orden.
Todo lo que Azahua recupera y señala aplica también para
el retrato involuntario de «los mujercitos», con la salvedad de que sus
rostros, maquillados o golpeados, orgullosos o avergonzados, circulan a lo
largo y ancho de la ciudad en cientos de miles de ejemplares. Otra diferencia
es que, usualmente, no se representó a «Los mujercitos» en escenas de tortura,
si bien el mecanismo es ambiguo, porque sí existen tabloides que dan cuenta de
sus asesinatos y de sus cuerpos violentados.
Susana Vargas defiende la siguiente idea:
«(…) las fotografías que se presentan en este libro
retratan de manera altamente sexual a sujetos que desempeñan un papel
protagónico en la fotografía y sonríen de manera provocadora, invirtiendo la
dinámica de poder entre el fotógrafo y el sujeto fotografiado. En las
fotografías que aquí se presentan, de mujercitos como Lorena, no se muestran
cadáveres ni cuerpos quemados y mutilados. Al contrario, durante veintitrés
años consecutivos (1963-1986) Alarma! publicó, en un promedio
de medio millón de ejemplares, una historia al mes de mujercitos posando para
la cámara.
(…)
Las fotografías que aquí se presentan son aquellas donde
los mujercitos, ya sea por su propia voluntad o la del fotógrafo de Alarma! posan
para la cámara. Cuando digo “posar” me refiero a aquellas fotografías donde los
mujercitos ocupan y toman el papel protagónico de la fotografía. (…) Las
fotografías muestran a los mujercitos posando como estrellas de cine, o como
modelos de una revista de modas, y no de un periódico de nota roja.»[11]
Creo que la postura de Vargas tiene un punto importante a
considerar, y es la resistencia y agencia que hay en la “pose” de los
mujercitos al buscar verse como estrellas de cine y modelos de revista. Sin
duda hay ahí un acto paradójico de reivindicación de su disidencia y su
producción política de una postura divergente respecto de la normativa social.
Sin embargo, creo que no podríamos simplemente hacer caso omiso de la
tecnología representacional en juego, lo que ya mencionábamos con Mitchell y
Tagg respecto de la objetivación de sujetos subalternos a una mirada masculina
que los fetichiza al tiempo que los procesa, a la par que sostiene el estigma y
repudio social con sus encabezados y relatos plagados de discursos homofóbicos,
transfóbicos y travestifóbicos.
El fotoperiodista, podría pensarse, si quisiéramos
defender su participación en el mecanismo representacional —lo que no es
cierto, cabe decir—, en todo caso, pretendidamente solo registra su falta y el
desafío de «los mujercitos» a un orden de derecho y a un código visual de
vestimenta, atavío y de autorepresentación frente a la normativa heterosexual.
Supuestamente, el fotoperiodista solo da cuenta del
régimen de verdad al que será vinculado el rostro de quienes aparecerán en la
prensa amarillista semanalmente. Pareciera un mero acto de registro
naturalista, pero esto es esencialmente lo que deberíamos pensar con más
detenimiento y sospecha. ¿Qué significa la naturalización de su persecución y
su presentación criminalizada? ¿Qué es lo que garantiza que sean marginalizadas
estas personas y sean transformadas en una representación de la patología
sexual, de la ilegalidad y de la perversión y depravación de los valores
sociales de la gran familia mexicana? ¿Qué es lo que puede esperarse de una
mera representación?.
La prensa sensacionalista y la nota roja han posibilitado
la conservación de estas imágenes en diferentes formatos: los vestigios
originales están en distintos archivos hemerográficos de las publicaciones
originales, no solamente Alarma!, también hubo suplementos y
continuación a su desaparición en otros periódicos: Casos de Alarma!, El
nuevo Alarma!, y otras publicaciones similares: Valle de Lágrimas! y ¡Custodia!,
por ejemplo. En ellos no solo hay imágenes vinculadas a una imagen deseable o
sexualizada de los mujercitos. También hay casos e imágenes de golpizas y
asesinatos.
Recientemente, a lo largo de este 2023, se han llevado a
cabo selecciones de imágenes, sean fotos o sean impresiones de las
publicaciones periodísticas, y se han exhibido en distintos formatos mediales
como impresiones fotográficas clásicas o digitales en galerías, museos y
diferentes proyectos de construcción de memoria para poblaciones de la
diversidad sexual y comunidades de personas trans en la Ciudad de México. En
muchos casos se han retomado las primeras páginas de noticias violentas y
discriminatorias, principalmente asociadas con la pandemia del sida en la
exhibición Positivo|Negativo, del Centro de la Imagen, pero también
de figuras cercanas a la iconografía de «los mujercitos» en diversos recintos
museísticos y artísticos de la Ciudad de México. Con lo cual se abre también la
pregunta sobre si tenemos derecho a sostener la circulación de estas imágenes.
Las fotografías o sus reproducciones se transforman en
espectros dispuestos a asediarnos con una mirada que parece sostenerse desde el
plano y tiempo del rostro de las personas dirigida, hacia nuestros ojos.
Incluso cuando «los mujercitos» posan con impostura glamourosa y desafiante,
levantan por igual una relación desigual entre sujeto que observa y sujeto
mirado. Mirar el objetivo de la cámara significa sostener una mirada con un
observador porvenir, aunque no se sepa por entero quién podrá ser tal
observador en el futuro. La mirada que sostienen los mujercitos se yergue desigualmente
entre una presencia y una ausencia. Lo que vemos nos mira, pero nos mira sin
realmente vernos. Hay una disimetría profunda en dicha circulación y
proliferación de dichas imágenes, mucho más ahora bajo el paradigma digital de
reproducción de imágenes. Razón de más para pensar en qué es lo que está en
juego cuando sostenemos la mirada con un espectro, con un fantasma que no
siempre está ya vivo en este mundo; incluso aunque la persona retratada siga
viva, en la imagen habita un semblante que viene de otro tiempo y se dirige a
un futuro incierto mientras siga circulando.
El tema se torna un tanto más áspero y oscuro cuando
tomamos en cuenta que se trata de escenas en las que se está escenificando una
pretendida justicia social. Se les está ajusticiando y procesando
judicialmente, y la cámara producirá un registro, una huella a modo de memoria
de dicho “acto de justicia”, porque serán subidos a patrullas, encerrados en
ministerios públicos, etcétera. Lo que vemos es un resto espectral y asediante
de una pretendida justicia, convertida ahora en el espectro persecutorio, al
modo de un fantasma, de una injusticia pasada y una injusticia también por
venir mientras circulen las imágenes.
Nos encontramos frente a una efigie que produce y
reproduce un momento perpetuo, o que perpetúa, más bien, el momento en el que
se infringe el mandato heterosexual y se recibe un castigo por ello, a la par
que se genera tecnológicamente una huella visual y una amenaza posible para
quien pueda identificarse con esa posición.
La fotografía que resulta de ello es un dispositivo
ambivalente y sin dueño. Obedece al Estado, a la ley social y familiarista de
los valores culturales de México y su imaginario conservador. La fotografía es
tributaria de este régimen de verdad capturada por el pensamiento heterosexual
(Wittig) y sus instituciones, pero la imagen consigue, por igual,
contradictoriamente, ser testimonio también de resistencia, disidencia y
rebeldía: agencia inclusive, si bien sospechosa.
Esto constituye una radical disimetría ante los registros
anteriores a la emergencia de la prensa amarillista y a la estigmatización y
persecución histórica de sodomitas y travestidos. Quiero decir que, en las
fotografías de «los mujercitos» también encontramos algo que no existe por entero
en los registros de persecuciones a figuras disidentes de momentos históricos
previos. En parte por ello son imágenes tan esquivas.
Las escenas de vejación y maltrato se encuentran
presentes y relatadas en casi todo trabajo vinculado a los llamados estudios
gays y lesbianos desde hace más de medio siglo, es decir, los estudios de
académicos LGBT+ suelen pasar casi necesariamente por algún relato de escenas
en la que personas de identidades de género disidentes son segregadas,
perseguidas o aniquiladas de manera sistemática a través de todo tipo de
prácticas homo y transfóbicas —travestifóbicas, también—; y desde hace algunas
décadas dichas denuncias y análisis de los mecanismos de violencia sufridos por
personas de la diversidad sexual suelen estar igualmente presentes en casi
todos los estudios históricos de poblaciones y personas trans, travestis y
recientemente de personas no binarias.
En buena medida, podríamos sintetizar muchos de los
abordajes indicando que la construcción del estigma social y el régimen de
representación marginal, ocurren a la par de la segregación, persecución y
aniquilación de las personas que han sido vigiladas y administradas como
pecadoras, criminales o enfermas.
Esto se debe a que las inscripciones de la violencia, los
mecanismos de segregación, discriminación y estigmatización social que han
padecido las poblaciones identificadas como disidentes a las tecnologías de
género,[12] pasan
precisamente tanto por la violencia física como su inserción simbólica en un
régimen de prácticas de las cuales la exhibición y la puesta en circulación de
huellas de los castigos sufridos deben darse a la par. La exhibición es parte
de la sanción, para decirlo rápidamente.
Muestras del carácter ejemplar de los castigos a quienes
cometían faltas a los mandatos de masculinidad o llevaban a cabo el pecado
nefando, las encontramos en investigaciones de todo tipo, que recuperan los
distintos rastreos y testimonios que en nuestro territorio acontecen desde el
siglo XVI y XVII en plena Nueva España, en los trabajos de Serge Gruzinski,
«Las cenizas del deseo. Homosexuales novohispanos a mediados del siglo XVII»
(1986), Federico García Carbajal, Quemando mariposas. Sodomía e imperio
en Andalucía y México siglos XVI y XVII (2002), Zeb Tortorici, Sins
against Nature. Sex & Archives in Colonial New Spain (2018) y José
Armando Hernández Soubervielle, Un novohispano entre Asia y Portugal.
Sodomía y movilidad, desde un proceso inquisitorial del siglo XVII (2021).
En todos ellos cabe recuperar las imágenes descritas de escenas de asedio,
apresamiento, torturas, interrogatorios y finalmente suplicios y aniquilaciones
de hombres afeminados o asociados a procesos judiciales por sodomía, pecado
nefando, bestialismo, onanismo y prácticas “contra natura” afines y propias de
los modelos jurídicos de esas épocas. Sin embargo, en ellas falta el semblante
y el rostro singular y único de las personas procesadas. Los registros que
tenemos son justo los que describieron sus faltas a la par que decidieron sobre
su vida y su muerte. En la mayoría de los casos fueron quemados públicamente.
«La ceniza de las mariposas», de Gruzinski, aborda precisamente el juicio a más
de ciento veinte personas, muchas de las cuales terminaron en la hoguera justo
a la mitad del siglo XVII en la Nueva España. Pero la fotografía produce un
nuevo modelo de memoria.
A este fenómeno de proliferación de registros
fotográficos ha respondido Jacques Derrida con sus conceptos de fantología, espectralidad y trabajo
de duelo.
Hacia mediados de los años noventa del siglo pasado, el
filósofo franco-argelino sitúo una relación estrecha entre la justicia y la
memoria. Ya en Fuerza de Ley. El fundamento místico de la
autoridad (1994), Derrida se preguntaba si justicia no era acaso otro
nombre para lo que anteriormente su propio proyecto filosófico había llamado
deconstrucción. Derrida se atreve a decir que la deconstrucción es la búsqueda
de la justicia, con miras a abordar una problemática compleja alrededor de la
violencia y de la responsabilidad que abre toda injusticia en la que la
violencia tome parte.
El juego lógico de Derrida apuntaba, dicho en términos
más sencillos, a que la deconstrucción estaba llamada y citada ahí donde estaba
convocada también la justicia; sin embargo, la justicia está asediada por una
imposibilidad que la antecede y en cierto modo la condiciona, sin que impida
por completo su búsqueda.
El tema es amplio y lo he discutido en otros lugares,[13] y queda bastante
todavía por discutir al respecto, pero me interesa la insistencia de Derrida
por hacer de la deconstrucción una suerte de dimensión virtual que acompaña
inevitablemente los llamados a la justicia precisamente, e incluso más, cuando
la violencia se cierne alrededor de asuntos políticos.
Por esas mismas fechas, a finales de los años ochenta y
principios de los noventa, Derrida igualmente había puesto un énfasis cada vez
mayor al tema de la memoria. Un tema que Derrida había explorado en su trabajo
temprano, situado principalmente alrededor de la fenomenología de Husserl,
primero, y había dirigido hacia el psicoanálisis de manera arriesgada y
novedosa al realizar una lectura en verdad heterodoxa con su conferencia «Freud
y la escena de la escritura» (1989), en 1963.
En ese momento, en el 63, veíamos la aparición fulgurante
de sus conceptos de «presencia» y «archihuella»; a Derrida le interesaba
entonces pensar la psique de la teoría freudiana como el modelo de un mecanismo
de escritura, de inscripción de huellas, que permitía ver procesos de recuerdo,
olvido y represión, pero se dirigía a crear un vínculo estrecho entre
escritura, texto, suplemento y diferencia, el retardo (nachträglich)
diferido, era precisamente la repetición de la inscripción.[14]
No obstante, todavía entonces el tema estaba demasiado
definido por las coordenadas que dan perfil preciso a los problemas de la
fenomenología de herencia husserliana, el sujeto y la psique del psicoanálisis.
Algo que hacia los años ochenta del siglo pasado se desplazó sutil pero
enfáticamente hacia problemáticas de carácter político y social, sin que
perdiera de vista lo que se jugaba en el terreno de la escritura. Pero, para
entonces, Derrida pensaba la huella y la inscripción en dimensiones mucho más
amplias y extensas que la psique y la fenomenología.
El tema se había transformado ya en un tema de memoria
pública en obras como Mal de archivo (1998), Espectros
de Marx (1995) e incluso en Memorias para Paul de Mann (2008),
pero puede rastrearse hasta Clamor (2015), y aparece de manera
determinante en la entrevista con Jean Birnbaum, Aprender por fin a
vivir, que Derrida y Birnbaum llevan a cabo apenas unos meses antes de la
muerte de Derrida en 2004.
Desde Clamor, en sus comentarios a Hegel y a
Genet, Derrida había vinculado la historicidad de la violencia, es decir, la
manera en que la violencia está presente en el devenir histórico, con el
problema de la lógica comunitaria entre vivos y muertos. En el centro del tema
está el asunto de la herencia de escenarios históricos intergeneracionales, o
sea, cómo es que los vivos se relacionan con las huellas de los muertos que les
han cimentado o contribuido a las condiciones de vida (para bien o para mal);
tanto como la pregunta sobre cómo es que se relacionan las huellas y espectros
de los muertos con la vida de los vivientes, en una virtualidad y temporalidad
diferida, retardada (nachträglich), al modo del suplemento y la
supervivencia.
En la lectura que hace del tema Valeria Campos
Salvatierra encontramos la siguiente definición de El trabajo de duelo en
la obra temprana de Derrida: «el trabajo de duelo supone la necesidad de una
fenomenalización incompleta o frustrada, que interrumpe el proceso de
temporalización que condiciona la idealización y la significación, siempre
producida y obliterada por la relación con la alteridad».[15]
Como veíamos, el trabajo de duelo, en la
deconstrucción, implica cómo es que sostenemos vínculos diferidos, retardados (nachträglich), diferantes,
con los muertos que nos han dado lugar, por decirlo de un modo más sencillo.
El trabajo de duelo supone de antemano tomar en
consideración cómo es que participamos de lo comunitario a pesar de las
heterocronías históricas que están en el campo problemático del vivir y el
morir con el otro, de vernos asimétricamente y heterocrónicamente con la
alteridad.
De nueva cuenta, en el corazón del problema está el tema
de la memoria y la justicia, tal y como ocurre con las imágenes de «los
mujercitos». Para Derrida, según una suerte de definición aparecida en Espectros
de Marx:
«El duelo consiste siempre en intentar ontologizar
restos, en hacerlos presentes, en primer lugar, en identificar los
despojos y en localizar a los muertos (toda ontologización,
toda semantización —filosófica, hermenéutica o psicoanalítica— se encuentra
presa en este trabajo de duelo, pero, en tanto que tal, no lo piensa todavía;
es en este más-acá en el que planteamos aquí la cuestión del espectro, al
espectro, ya se trate de Hamlet o Marx).»[16]
Y más adelante señalará el lugar de la repetición en este
escenario:
«Repetición y primera vez, es quizá la cuestión del
acontecimiento como cuestión del fantasma: ¿qué es un
fantasma?, ¿qué es la efectividad o la presencia de un espectro, es decir, de
lo que parece permanecer tan inefectivo, virtual, inconsciente como un simulacro?
¿Hay ahí entre la cosa misma y su simulacro una oposición que
se sostenga? Repetición y primera vez, pero también repetición y última vez,
pues la singularidad de toda primera vez hace de ella también
una última vez. Cada vez es el acontecimiento mismo una
primera vez y una última vez. Completamente distinta. Puesta en escena para un
fin de la historia. Llamemos a esto una fantología. Esta lógica del
asedio no sería más amplia y más potente que una ontología o que un pensamiento
del ser. Abrigaría dentro de sí, aunque como lugares circunscritos o efectos
particulares, la escatología o la teleología mismas.»[17]
La preocupación de Derrida sobre el trabajo de duelo
remite a cuál es el lugar del pasado en el presente y en el porvenir. La
deconstrucción es una posición que se confunde con la justicia solo en el
sentido en que responde al llamado de los vestigios de una injusticia pasada
que se desdobla casi infinitamente en el presente y en el por venir.
En Aprender por fin a vivir, Derrida
responderá a las preguntas de Birnbaum a partir de un tema crucial y ancestral
en la filosofía, el tema es si filosofar es aprender a morir. Pero contra
lecturas optimistas, estoicas o incluso fatalistas, Derrida declara que nunca
aprendió a aceptar la muerte por entero. Apela a una ineducabilidad para la
muerte precisamente porque se es heredero de tantas cosas, de otros tiempos, se
es heredero de incontables muertos y espectros ante los que somos responsables
y ante los que cabe pensar cómo podemos responder a su llamado de justicia.
En las últimas décadas, en México, principalmente debido
a la desaparición de personas acrecentada por la trata, el narcotráfico, el
crimen organizado y otros fenómenos. Pero esta reflexión no solo ha tenido
lugar aquí, se ha abierto una pregunta singular sobre la responsabilidad que
tenemos ante las imágenes donde aparecen los rostros y las huellas de personas
que fueron retratadas en momentos violentos, en su momento de muerte o incluso
sus cadáveres. Las fotografías se convierten, por tanto, en una aparición
fantasmática y sin vernos pueden sostener su mirada ante la nuestra en medio de
esa desigual injusticia de la que la circulación de sus rostros en fotografías
es prueba y vestigio. Cabe preguntar cómo responder a dichas apariciones.
Se ha hablado con frecuencia de la necesidad de
frenarlas, o de la urgencia de poner fuera de circulación las imágenes que han
registrado la violencia, porque lanzan los semblantes de las personas
retratadas a una reaparición infinita de dicha escena de violencia. A mi
consideración, es importante pensar en qué es lo que dichas imágenes fundan en
su reaparecer o en su repetición. Respecto de lo cual no hay sino una
indecidible y contradictoria posición.
La imagen sigue siendo un llamado para una injusticia
infinita y es por tanto, un llamado a una justicia imposible, sobre todo en
tanto que no se puede restituir lo perdido ni se puede reparar daños a quienes
ya no están aquí, o incluso aunque estuvieran, no puede borrarse la violencia
sufrida. Pero es también una repetición de una impostura que puede señalar o
indicar, en términos indiciales, que quien aparece en una imagen fotográfica ha
existido y ha resistido a la violencia y a los intentos por borrarla de la faz
de la tierra. La imagen es quizá lo único superviviente más allá de la herencia
de luchas políticas que seguirán sus inciertas dinámicas.
Y creo que esta posibilidad de sobrevivir es algo que
puede sostenerse como una relación ética, si bien siempre injusta y desigual,
ante los otros, y ante sus rostros remanentes en las fotografías de «los
mujercitos». Su supervivencia es una dimensión que estructura un posible origen
de luchas por venir a pesar de que no pueda hacérseles justicia a ellos y
ellas, a los hombres homosexuales y a las mujeres trans que se entremezclan en
la iconografía fotográfica, y que heredan inevitablemente un trabajo de duelo a
las generaciones presentes y por venir. Un trabajo de duelo paradójico y
contradictorio, porque ayudan a combatir y a resistir los mecanismos de muerte
presentes en las tecnologías de control poblacional y en las tecnologías
heterocéntricas de género, pero perpetran la imagen de la injusticia
acontecida. Frente a dichas imágenes podemos preguntarnos comunitariamente, si
bien con criterio, cuáles imágenes podemos hacer circular y a cuáles podemos
reservarlas en ese lugar problemático que es el archivo.
Claramente, no tengo una respuesta última para esto ni me
corresponde tenerla, en tanto que se trata de un trabajo de duelo colectivo y
la interrogante ética que se abre ahí debe ser abordada siempre de manera
comunitaria. Ante dicho horizonte, las poses, gestos, posturas y semblantes de
«los mujercitos», seguirán siendo un acontecimiento fantológico que puede
participar de llamados a la justicia, incluso cuando para muchas de ellas y
ellos no hay justicia posible. Pero sobrevivir, sin duda, es precisamente lo
que hacen mejor los espectros y los fantasmas, sobrevivir lo hacen tanto más a
veces, e incluso mejor, que los mismos vivos.
Bibliografía
1. Azahua, M., Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia, Tusquets Editores, Ciudad de México, 2014.
Notas
1. Este escrito forma parte de los productos de mi Estancia Posdoctoral Académica – Inicial en la Universidad Autónoma Metropolitana – Unidad Xochimilco, para desarrollar el proyecto “Estrategias de resistencia memoria y testimonio para comunidades vulnerables de la diversidad sexual”, bajo la dirección de la Dra. Frida Gorbach Rudoy. ↑
Graciasss/reflexionesmarginales.com/mujercitos-memoria-publica-y-duelo-colectivo/
"MUJERCITOS" DE SUSANA VARGAS
Mujercitos surge del trabajo de investigación de Susana
Vargas sobre el tratamiento que recibía el colectivo homosexual en los medios
mexicanos más sensacionalistas. El libro muestra una selección de imágenes de
archivo de hombres vestidos de mujer extraídas del periódico mexicano de
"nota roja" por excelencia Alarma!.
Mujercitos recopila las fotografías de hombres vestidos de mujer
publicadas en el periódico mexicano de nota roja por excelencia, Alarma!,
entre los años 1963 y 1986. Muestra la manera en que esas imágenes incidieron
extensamente en un imaginario nacional de sexualidades no normativas, a través
del análisis y la identificación de los modos específicos de ser que estaban en
juego.
La obra deriva de un proyecto de doctorado de Susana
Vargas al que dedicó cuatro años de investigaciones y análisis del contenido de
más de dos mil publicaciones. En las 104 páginas de "Mujercitos",
Vargas optó por reproducir el espacio dedicado a esos personajes en la prensa
de nota roja sin intervenir teóricamente. Quería un libro con fotos y poco
texto.
Los fotografiados son hombres detenidos durante redadas
realizadas por la policía a fiestas privadas como parte de una supuesta
"cazada a los homosexuales". Las imágenes muestran a mujercitos ejerciendo
su particular resistencia a las muchas formas de violencia acontecidas en
México. Pese a las circunstancias, muchos de ellos posaban sensualmente para el
fotógrafo, maquillados, cubiertos de joyas y con ropas de fiesta.
Para la investigadora, esas fotos permitían a los
mujercitos "consolidar lo que les hubiera gustado ser y ocupar un espacio
privilegiado, delimitado por un sistema de clases. Están detenidos, pero en la
fotografía están ocupando una realidad subversiva. En ese momento están siendo
señoras de la alta sociedad posando para una revista social".
El cuidado diseño del libro se inspiró en las páginas del
periódico y fue realizado por Olivier Andreotti, de Toluca Editions. Junto a la
selección de imágenes, Susana Vargas también contribuye con un ensayo acerca de
este particular tema en el contexto mexicano.
"Mujercitos" de Susana Vargas y publicado por Editorial RM
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